Javier Meneses Linares
Universidad del Zulia
Escuela de Educación
menesiano@hotmail.com
Resumen: El presente texto es un acercamiento a la obra de la escritora venezolana Teresa de la Parra a través de una de las novelas más emblemáticas de la Literatura Venezolana de comienzos del siglo XX: Ifigenia o Diario de una Señorita que escribía porque se fastidiaba. En esta aproximación abordaremos el estudio su obra como resultado de un proceso histórico social y cultural que ubica a la mujer latinoamericana en una posición bipolar producto de una modernidad eufórica (Berman 19998), donde el sujeto hacedor de la historia se debate entre la pérdida de certezas y una sensibilidad que quiere rearticular los sistemas de relación con el mundo (Montalvo 2001). Así, la obra de Teresa de la Parra se ubica de manera paradigmática en lo que a narrativa escrita por mujeres venezolanas se desarrollará a partir de la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días y de manera muy significativa dentro del contexto histórico-literario en nuestro país y América Latina.
Palabras clave: Teresa de la Parra , modernidad, literatura venezolana, novela autobiográfica.
a mi madre Edelmira,
quien se pasaba horas leyéndome y contándome historias…
“Quizás no hay para el ser humano una experiencia más misteriosa y oculta pero a la vez más potente y efectiva que esa capacidad del recuerdo y la rememoración. Misteriosa porque siempre que se le aborda nos vemos conducidos a localizarla en ese interregno de dos experiencias límites que la sitúan, bien entre las potencias divinas de los dioses o bien en los subterfugios más recónditos del equipamiento neuronal. Potente porque en esa capacidad se ponen en juego -en últimas-, todos los mecanismos de reconocimiento que le permiten al individuo su inserción colectiva y le posibilitan al sujeto afirmar su identidad…” (Jairo Montoya. Ciudades y Memorias)
Al acercarnos al estudio de la literatura escrita por mujeres desde finales del siglo XIX y comienzos del XX, nos encontramos como dice Edith Dimo “con modelos que carecen de patrones discursivos que pusieran de manifiesto la alienación y la introspección como condiciones existenciales femeninas”, salvo escasas excepciones que a través de algunos personajes dejaban ver su descontento y manifestaban un desafío al orden establecido convencionalmente, pocas van a ser las obras que se van a desarrollar en Venezuela con alguna repercusión que sea registrada de manera significativa en la historia literaria venezolana de finales del siglo XIX.
Ese despertar, esa especie de lenguaje revelador, esa ideología innata y desenfadada, pacta al final con una voz que se encuentra en un estrato definido y que aún cuando tiene clara conciencia de la sociedad y de las clases actuantes dominantes que hay dentro de ella y que han sido abordadas dentro de sus novelas (evidenciando que no están aisladas de la realidad) sucumben ante ese mundo cerrado, marcado por estrictas normas religiosas y sociales dominadas completamente por el hombre. En las voces de Lina López de Aramburu (con el seudónimo de Zulima) (1896), María Chiquinquirá Navarrete (1894), Magdalena Seijas (1903), Rafaela Torrealba Álvarez (1909) y Mina de Rodríguez Lucena (1916) comienza a transitarse ese camino lleno de vicisitudes que deberán sortear las mujeres venezolanas, ellas son las principales testigos e interpretes del pensamiento y de la praxis social de una época y de sus exclusiones que abarcará gran parte del siglo XX.
Con su percepción imaginativa traen a relucir diversos problemas circunstanciales del hombre y su entorno. En su voz narrativa se constituye un mundo en donde lo fantástico y lo real se conciertan alrededor de algunos hechos y en la problematización de una sociedad de la cual pretenden escapar algunas veces y reinventar otras, lo cual convierte a la producción literaria de escritoras venezolanas y latinoamericanas, en una narrativa vacilante, que resuena como un eco casi inexistente, melancólico pero, al mismo tiempo demandante de su existencia:
“Yo como otras mujeres, no soy tan loca, que trate de hacerme amar por medio de arrebatos, ultrajes y rabiosas lágrimas… se cumplir los deberes que impone mi estado de esposa, por esa razón, ahogando en el fondo de mi alma la amargura que acibarra mi corazón, espero resignada que suene la hora de tu desencanto, y que lleno de hastío entonces por la vida agitada que has llevado, busques mi seno para reclinar tu cansada frente…” (López Aramburu: 1889:26).
Así llegamos a la distancia establecida por Teresa de la Parra quien entre la fantasía de una Ifigenia y su horizonte referencial, desemboca por los mecanismos literarios implementados, en una escritura que agudiza la denuncia a través de la ficción, dando lugar a una serie de voces que no son ya las del lamento del letrado latinoamericano, sino las del otro. Un gesto escriturario que en los inicios del nuevo siglo sigue buscando su concretización como pueblo y como sociedad pluricultural.
Es por ello, que la crítica literaria venezolana no ha podido desentrañar la verdadera función de nuestra literatura, especialmente en los géneros bajo los cuales se han circunscrito las escritoras venezolanas desde finales del siglo XIX hasta nuestros días, sobre todo si partimos de la reflexión del concepto sobre la posicionalidad [1], en este caso, de las obras y autoras que aparecerán en la segunda mitad del siglo XX, para quienes la obra la obra de Teresa de la Parra es un punto de referencia obligatorio por ser ella quien comienza transitar por los caminos de un discurso que revela la denuncia de una sociedad llena de máscaras, de explotación humana, de poca conciliación de los sectores dominantes con los dominados, del poco o ningún conocimiento del otro; de una sociedad que bajo la formulación de un Proyecto Nacional “ejemplificarán muy bien las vicisitudes del historiador enfrentado a las acechanzas del político historiador, con el ineludible resultado de que sólo se logra descontentar a quienes desearían recibir el aval de la historia para sus propias posiciones políticas…cuando en el fondo, la función del historiador de lo político contemporáneo no difiere mucho de la de cualquier otro historiador: consiste en percibir lo histórico en lo cotidiano…” (Carrera Damas 1984). La obra de Tersa de Parra así como la de otras escritoras contemporáneas exige de nuestra parte el intento de liberar a la historiografía literaria de la dominación de categorías e ideas producidas por el colonialismo [2]. Precisamente porque fueron esas y otras circunstancias las que obligaron a nuestras escritoras a utilizar la imaginación para resguardar una memoria que desde la otredad, es el más fiel documento de integridad con su verdadera historia: la novela.
La obra de Teresa de la Parra irrumpe de manera novedosa en el contexto socio-cultural latinoamericano con la publicación de Ifigenia [3], lo cual supone un indudable avance para la mujer en todos los ámbitos en los inicios del siglo XX. Teresa de la Parra continúa con una larga tradición europea con respecto a la autobiografía como forma narrativa, donde las mujeres demostrarán un mayor dominio de la escritura y de su evolución en la sociedad, así como los inicios de su lenta incorporación a la historia en una especie de bildungsroman [4] irónico. Ya desde el título de la novela: Ifigenia, diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba, vemos una escritora que trata de darle una justificación al acto creador y una excusa o tal vez, varias, a lo oculto tras el manto del fastidio. La alusión a un personaje de la cultura grecorromana como Ifigenia, hija de Agamenón y de Clitemnestra, quien es puesta en sacrificio por su padre para que los vientos fueran propicios a la flota helénica; supone desde el principio, un final anticipado: la supeditación o subordinación del sujeto femenino. Y, aún cuando Ifigenia es salvada del sacrificio de su padre, queda al servicio de la Diosa Diana como sacerdotisa:
“Como en la tragedia antigua soy Ifigenia; navegando estamos en plenos vientos adversos, y para salvar este barco del mundo que tripulado por no sé quien, corre a saciar sus odios no sé dónde, es necesario que entregue en holocausto mi dócil cuerpo de esclava marcado con los hierros de muchos siglos de servidumbre. Sólo él puede apagar las risas de ese dios de todos los hombres, en el cual yo no creo y del cual nada espero. Deidad terrible y ancestral; dios milenario de siete cabezas que llaman sociedad, familia, honor, religión, moral, deber, convenciones, principios…” (de la Parra 1982: 309,310).
Ifigenia, es una novela escrita en primera persona por la joven María Eugenia Alonso a través de cartas a su amiga Cristina Iturbe y después en forma de diario íntimo que escribe a solas, es la historia de la autoimposición del matrimonio, luego que el personaje central, María Eugenia Alonso es obligada a vivir con la familia materna tras la muerte de su padre. De tal manera, que el acto escriturario, es un acto de encierro, que supone la reflexión, la revelación de una historia personal, censurada por los parámetros contextuales, desestructurados y reconstruidos a través del secreto. En las obras de la autora (Fuenmayor 1971), hay una separación entre el héroe narrador y el mundo, ya el héroe en sí está aislado y busca en su aislamiento, por medio de la imaginación, lo que no puede encontrar en la realidad… las lecturas y la escritura de María Eugenia es como una rebeldía del espíritu frente al cautiverio del cuerpo…”
La novela se desarrolla en un acto circular histórico: niñez en Venezuela, éxodo; niñez y adolescencia en España y Francia; cambio: adolescencia y madurez en Venezuela…retorno; donde el personaje central María Eugenia Alonso, experimenta varias transformaciones que pasan por la negación de una verdad única, hasta la crítica general de la cultura. Su carácter sospechoso se revela de muchas maneras, en una constante contradicción, a través de las conversaciones con su tío Pancho, quien le predice un futuro lúgubre si se casa con Leal, a lo cual ella responde con vehemencia -irónica por demás- que:
“en fin, que diga lo que diga Tío Pancho, mi novio y yo estamos de acuerdo en todo, nos entendemos muy bien y estoy cierta de que seremos ¡felicísimos!...” (de la Parra 1982:214).
Esto supone que se trata de una escritura producto de la memoria de un momento histórico-social y político traumático, donde más que características individuales propiamente dichas, o rasgos de temperamentos más o menos visibles, o experiencias subjetivas del entorno, el texto autobiográfico trasunta los efectos del enorme peso con que lo social agobia los destinos individuales:
“yo creo que los hombres calumnian de buena fe, que son alabanciosos porque honradamente se ignoran a sí mismos y que atraviesan la vida felices y rodeados por la aureola piadosísima de la equivocación, mientras los escolta en silencio, como can fiel e invisible, un discreto ridículo…” (de la Parra 1982:20).
En Ifigenia podría resultar que el retroceso que experimenta el personaje central es lo que Berman define como “una manera de avanzar… acto que podría ayudarnos a devolver el modernismo a sus raíces, para que se nutra y renueve y sea capaz de afrontar las nuevas aventuras y peligros que le aguardan.”[5]
Ifigenia es la invención del individuo, en ella se gesta un nuevo modelo de sociedad, la opinión pública y la política. Todas las mutaciones comunes al área cultural europea, se manifiestan también a través de la novela, pero, esos cambios no afectan al principio más que a un número ínfimo de individuos. Por lo tanto, ese bildungsroman fracasado, no es sino, una forma estéril de concebir todo un proceso que debe ser examinado desde el cómo, el cuándo y el dónde se produjeron esas mutaciones.
De manera que, cuando se establezcan, ese tipo de aseveraciones con respecto al personaje de María Eugenia, revisemos primero el espacio y la cronología de la modernidad en América Latina, sobre todo en lo relacionado con la vinculación de esos grupos modernos, el estado, y la sociedad tradicional, que se trata de transformar. Según Marshall Berman los modernistas anteriores a los setenta, habían barrido el pasado a fin de encontrar un nuevo punto de partida, lo cual deja por descartado la hipótesis del fracaso en el personaje central de Ifigenia, ya que ese pacto de María Eugenia Alonso, al casarse con Leal; es una forma de dejar en el tapete, en lo no dialogado, en el eterno exhumado, una vida pasada, que sigue viva. El gesto de resistencia está enmascarado por el pacto burgués (el matrimonio).
En Ifigenia el acto de resistencia es también un acto de inclusión a un yo universal representado por el hombre y su historia unificada, con la que hasta ahora se ha identificado la sociedad de finales del siglo XIX y comienzos del XX:
“Según parece, yo no tengo una profunda experiencia (cosa inútil y despreciable si se compara con la inteligencia), pero no obstante, en la relativa cantidad que poseo, he descubierto ya, que la manera más eficaz de exaltar el espíritu dominador de una fe cualquiera, consiste en negarla, discutirla o despreciarla. Por consiguiente, con el objeto de libertarme en algo del afán apostólico, con que Abuelita trata de inculcarme sus doctrinas… decidí abrazar por fin dicha ciencia… Similla similibus curantur…" (de la Parra 1982:99).
Mediante el uso estratégico de una perspectiva objetiva, con una mirada admonitoria, Teresa de la Parra coloca en la voz del Tío Pancho los detalles de una vida que era para María Eugenia presencia imaginaria de una ausencia real. Esa ausencia que se transforma en la novela en presencia literaria, es como una metáfora de la nacionalidad y del ser mujer. Existe en el Tío Pancho la necesidad de inventar los seres, los objetos y las costumbres de esa realidad cotidiana y popular de la nación. Su palabra se asemeja, por el acto de capturar a través de la palabra y por la memoria, al país:
“…la igualdad de los sexos, lo mismo que cualquier otra igualdad, es absurda, porque es contraria a las leyes de la naturaleza que detesta la democracia y abomina la justicia. Fíjate. Mira a nuestro alrededor. Todo está hecho de jerarquías y de aristocracias; los seres más fuertes viven a expensas de los más débiles, y en toda la naturaleza impera una gran armonía basada en la opresión, el crimen y el robo… las mujeres… viven la honda vida interior de los ascetas y de los idealistas, llegan a adquirir un gran refinamiento de abnegación escondida en el alma, son tristes víctimas. Y es que ignoran la fuerza arrolladora que ejercen sus atractivos, se olvidan de ellas mismas; desdeñan su poder… y claro, viéndolas así… los hombres hacen de ellas una tristes bestias de carga sobre cuyas espaldas dóciles y cansadas ponen todo el peso de su tiranía y de sus caprichos, después de darle el pomposo nombre de “honor”…” (de la Parra 1982:73-74).
Las escritoras venezolanas, con una larga aunque no reconocida tradición en la construcción del género novelesco, indagan precisamente en el conocimiento de la tradición y su proceso no es, pues, una práctica inocente o neutral, pues obliga al lector a hacerse consciente, fijar y comprometerse con lo que cree es su función: tensionar su acto creador con la realidad de quien le lee. Teresa de la Parra lee el “signo de su tiempo”, su labor escrituraria es la de traer al eterno presente, su pasado reciente, esto es, expresar de manera eufemística la decadencia decimonónica, con su sociedad piramidal:
“…Fue inútil que para defender a Mercedes yo describiese con la mayor elocuencia posible aquella abnegación de ella con Alberto su marido, el mérito de ser tan buena siendo una desgraciada y tan linda; sus sentimientos generosos y su inmenso corazón. Todos me contestaron diciendo que no veían en ello ningún mérito, puesto que una mujer bien nacida, una vez casada, por muy desgraciada que fuera, debía sufrir en silencio su desgracia, sin faltar jamás a sus deberes, sin dar a la sociedad ese espectáculo grotesco, y escandaloso que es el divorcio…En vista de tanta evidencia mezclada a tanta unanimidad, juzgué definitivamente perdida la causa de Mercedes, y opté por callarme discreta y dócilmente…" (de la Parra 1982:227-228).
Esa conciencia de las escritoras venezolanas, comprometidas desde los inicios del siglo XX con el afianzamiento de su identidad propiamente dicha, las lleva a moldear los géneros clave de su producción literaria. Detrás de la ficción tratan de exponer un nuevo modelo, otro pacto social que sea distinto al secular decimonónico. En nuestras escritoras hay una concepción de identidad del otro en sí mismas, un concepto de nación, del ser venezolanas que se deja ver en las imágenes de sus heroínas en oposición a los arquetipos femeninos impuestos en las novelas de finales del siglo XIX.
Ya sea en una novela histórica, un relato autobiográfico o un buildungsroman, existe un estado cohesivo de identidad; y aún, cuando permanece en apariencia en un estado de fragmentación o anquilosada, el determinismo presente en una Ifigenia, es el inicio de todo un modelo paradigmático que rige -según Lipovetsky- el lugar y el destino social de la mujer. Esa literatura inicial que se debatió entre el ser y el deber ser es lo que Noe Jitrik define como “el relato de algo históricamente reconocido o enmarcado… refiere un algo que debe ser entendido de dos modos: en tanto núcleo preexistente debe ser considerado referente; en tanto aparece transformado en el texto deberá ser considerado referido…” [6]
La labor escrituraria de Teresa de la Parra que comprende además de Ifigenia, Memorias de Mamá Blanca (1929), Por el lejano Oriente… Diario de una caraqueña (publicado en 1920 en la revista Actualidades dirigida por Rómulo Gallegos), Epistolario íntimo (1953), y los cuentos: Historia de la señorita Grano de Polvo Bailarina de sol, El genio del Pesacartas y El ermitaño del reloj; es un espejo de esa manera manifiesta con la que ésta excepcional mujer de las letras venezolanas define su trabajo escriturario como bien se lee en una de las cartas dirigidas a Eduardo Guzmán Esponda: “lo único que considero bien escrito en Ifigenia es lo que no está escrito, lo que tracé sin palabras, para que la benevolencia del lector fuese leyendo en voz baja y la benevolencia del crítico en voz alta…”
En Ifigenia, Teresa de la Parra retrata a través de tres personajes de una misma familia: La Abuela, la Tía Clara y María Eugenia Alonso, tres tipos de mujeres de un mismo orden social; y en Gregoria “la vieja lavandera negra”, un doble papel, el del subalterno y el de cronista, esto es el otro hacedor de la historia. El sujeto femenino de múltiples caras, no es la “Alicia en el país de las maravillas” que al despertar se deshace de todo lo que la rodeado hasta ese momento. El personaje de María Eugenia Alonso se convierte de manera particular, a través de su escritura, en una luchadora sin cuartel contra el hombre y contra la sociedad de su época:
“Desde entonces, Cristina, deduje que los hombres, en general, aunque parezcan saber muchísimo, es como si no supieran nada, porque no siéndoles dado el mirar su propia imagen reflejada en el espíritu ajeno se ignoran a sí mismos tan totalmente, como si no se hubiesen visto jamás en un espejo…” (De la Parra 1982:19).
En Ifigenia la ficción afianza su trascendental importancia porque profundiza en conflictos que traspasan lo meramente genérico, ahondando en las complejidades psíquicas de la mujer venezolana de principios del siglo XX:
“Hay instantes de la vida, Cristina, en que el espíritu parece desmaterializarse por completo, y lo sentimos erguirse en nosotros exaltado y sublime, como un vidente que nos hablara de cosas desconocidas. Experimentamos entonces una santa resignación por los dolores futuros, y sentimos también en el alma ese melancólico florecer de las alegrías pasadas, mucho más tristes que las tristezas, porque son en nuestro recuerdo como cadáveres de cuerpo presente que no nos decidimos a enterrar nunca…” (de la Parra 1982:20).
La voz femenina apela de esta manera a la escritura como arma de combate, esgrimiendo desde la otra orilla, y se abalanza para lograr la conquista de un centro de reconocimiento social. Sin embargo, en Ifigenia este recorrido no puede todavía ser totalmente lineal, es escarpado. Por eso la voz de María Eugenia Alonso estará entre los límites de la voz que ataca a la otredad, rebelándose contra ella, distanciándose y al mismo tiempo asimilándose a ella. El sujeto femenino de Teresa de la Parra termina dibujándose con contornos contradictorios y desconcertando al lector sobre el norte de su recorrido y lo aplastante de su elección final, sugiere en ese sujeto femenino que parece claudicar en su inicial y persistente actitud combativa, un discurso que ataca sin piedad al amo del mundo, girando abruptamente sobre sí misma y contradiciendo su destino final:
“…Las mujeres no somos más que unas víctimas, unas parias, unas esclavas, unas desheredadas… ¡Ah! ¡qué iniquidad! Yo quisiera meterme a sufragista con la Pankhurst a incendiar Congresos de hombres y a rajar con un cuchillo los cuadros célebres de los museos! ¡A ver si acaban por fin tantos abusos!... ¡Qué razón tienen las sufragistas!... no lo sabía yo bien… Por eso, una vez que asistí en París a una conferencia feminista no atendí a nada de lo que dijeron. Si fuera hoy no perdería ni una sílaba… pero bueno, es que también: ¡con aquellos pies y aquellos zapatos! Mira, tío Pancho, figúrate que a la vieja que daba la conferencia se le veían los dos pies cruzados, en el suelo, claro, bajo la mesa, y eran ¡de lo que no te puedes imaginar! ¡Qué ordinariez!... No, lo que es a mí, ni con la elocuencia de Castelar me convence una mujer semejante…” (de la Parra 1982: 73).
Así va sucediendo durante todo el relato, en lo que parece ser una sumisión al poder del hombre como hacedor de la historia, de tal manera, que la relación hombre/mujer, dominador/dominada es un esquema que se va delineando a través de esas identificaciones antitéticas entre discursos del mismo personaje. Esas fracturas discursivas nos dan a un sujeto femenino escindido que estará constantemente problematizando sobre su estatuto existencial, develando y velando su máscara.
María Eugenia Alonso construye desde su voluntad como ser social y como mujer su discurso desafiante, pero desde lo esencialmente afectivo, esto es desde la realidad social establecida, su sensibilidad se declara vencida para sostener la lucha, como la primera mujer o la mujer despreciada [7], su identidad se disuelve y su voz se abisma en la resignación sin lograr alcanzar el equilibrio de una personalidad capaz de resistir las barreras hegemónicas del poder patriarcal, por lo menos aparentemente.
Pareciera haber en Ifigenia dos otros discursos, uno, que amenaza y otro, el de la mujer propiamente dicha, cuando se doblega a los dictámenes propios de la época, del espacio y del tiempo en el que vive. Desde ese interior el sujeto femenino detesta y complace, transformando así su trasgresión en un enmascaramiento como el modo más eficaz de desarrollarse para ese momento, de poder ejecutar su tenaz batalla. El sacrificio de María Eugenia no es más, que la voz de la mujer que se quiebra y se disloca en un discurso con multiplicidad de orientaciones posibles. Así, “La problemática planteada se vuelve entre las fuerzas que la mantienen en sumisión y la rebeldía de la heroína. Es así como la voz de Teresa de la Parra parece unirse a otras voces: el “yo” con el “él”, el yo con las personas amadas, el yo con una clase sometida. Lengua, fábula e historia, regiones donde la identificación se hace y desde donde el escritor decide quien va a hablar en su relato.” (Fuenmayor 1971: 46).
La racionalidad del personaje central rechaza el dominio del otro, el orden social lo conciente, la ficción apela a la máscara que oculta de múltiples formas el verdadero rostro y le promete la redención de un reconocimiento social que el sujeto femenino merece:
“Dominador que quieres para ti toda mi vida!... En esta hora augusta de las altas comprensiones, con los dos ojos clavados en esa blancura muerta sobre mi silloncito confidente, he querido descifrar los misterios que rigen mi destino, y sólo tu nombre miro pasar flotando por la espuma simbólica…¡Tu nombre… tu nombre: ¡Sacrificio!... pero aguarda, aguarda, que ahora ya, en éxtasis, iluminada por tu nombre, sobre la espuma simbólica voy, por fin, leyendo la hermosura de mi sino…” (de la Parra 1982:309).
A modo de conclusión:
En el marco socio-cultural de la época, el sujeto femenino aquí presentado conquista a través de su discurso desafiante un centro de atención y de prestigio intelectual muy relativo. Lo que trata de conquistar el sujeto femenino es el reconocimiento afectivo y la valorización de su yo a través de la mirada del otro, porque como dice Octavio Paz “nadie está en la historia, como si ésta fuese una cosa y nosotros , frente a ella, otra: todos somos historia y entre todos la hacemos”… sin embargo, eso no ha sido .cosa nada fácil para un ser social inserto en un pensamiento en las que el único deseo y la única valorización todavía posible es la del hombre. La voz de María Eugenia Alonso es la voz que oye su propia conciencia, la única capaz de escucharla y “al hacerse otro se recobra, reconquista su ser original, anterior a la caída o despeño en el mundo, anterior a la escisión en yo y “otro”(Paz 1973:180).
Una historia que comienza en la continuidad infinita de un espacio, de un cuerpo, de otras formas de estructura. La avidez de nuestras escritoras en fantasear una posibilidad innegable, habla de un espíritu que a través del texto, construye otros innumerables textos posibles, alegóricos siempre a ese espacio imbricado, insistente y pertinente por demás de una mirada libre de posicionalidades. Como acto escriturario, todavía visto desde una perspectiva casi virtual, al margen de esa otra literatura que parece ser la real; surge la palabra que ovaciona constantemente la palabra “existo”, existo porque soy arte, soy yo y los otros en el texto como bien lo expresa Víctor Fuenmayor cunado dice que:
“Todo arte es la implicación del sujeto, implicación doble: carnal y simbólica, donde la vivencia corporal detenta el poder de una historia personal, trascendiendo más allá de la propia intimidad que la origina y, del símbolo que impone el juego de las formas para llegar a una verdad personal. Es un juego y un trabajo, una expresión y una técnica, un cuerpo y un lenguaje… punto corporal, sensible, enigmático, que retiene la mirada, el oído, la palabra, la garganta, como un ombligo que marca el cuerpo del arte con la huella filial de la procedencia corporal y que, al mismo tiempo, sabe expresar elípticamente con los símbolos el cuerpo material de donde procede su luz humana…”[8] (Fuenmayor 1999: 124).
La búsqueda es continua, desde finales del siglo XIX, con la aparición de las primeras obras escritas por mujeres, el discurso que se elabora a partir de una sociedad patriarcal ejerce permanentemente su presión, el muro de contención cada vez es menos resistente, la pertinencia de ese sujeto femenino dentro del arte como hecho social, exige cada día una revisión de ese discurso velado, lo que se pone de manifiesto -dice Lipovetsky- concreta, en su aspecto más profundo, una ruptura histórica en la manera en que se construye la identidad femenina, así como las relaciones entre los sexos. El icono que representa Ifigenia dentro de la literatura venezolana de principios del siglo XX, no hace sino corroborar que ella es el inicio de una continuidad histórica ancestral de la mujer por buscar su emancipación, su expansión, su renovación y su democratización; es el inicio de una ruptura con ese pasado y en consecuencia con ese poder. El bildungsroman fracasado es sólo en apariencia el producto de algo más inquietante que se enmascara y desenmascara constantemente en la propuesta y en las lecturas que hacemos de Teresa de la Parra:
“¡Sí!; ¡el mulato es el crisol paciente donde se funden con dolor los elementos heterogéneos de nuestra inquietud, de todos nuestros errores, nuestra absurda democracia, nuestra errante inestabilidad!... ¡quizás en él se elabore también algún tipo social, exquisito y complejo que aún no sospechemos…!" (De la Parra 1982: 123)
Notas:
[1] Esto es -como dice Achugar- la localización y el posicionamiento de la enunciación y del conocimiento que radica hoy en la discusión del binarismo colonizado/colonizador o hegemónico/subalterno.
[2] Entendiendo por colonialismo a: colonizadores y colonizados, blancos, negros y “café con leche”, civilizados y bárbaros, modernos y arcaicos, identidad cultural, tribu y nación; según Prakash.
[3] Ifigenia: diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba. Publicada originalmente en París en 1924.
[4] Novela romántica.
[5] En: Todo lo sólido se desvanece en el aire. 1988.
[6] En: La imaginación histórica. 1995. Biblos. Buenos Aires, 49.
[7] Según Lipovetsky “un principio universal organiza las colectividades humanas: la división social de los roles atribuidos al hombre y a la mujer…el principio de reparto según el sexo permanece invariable; en todo momento las posiciones y actividades de un sexo se distinguen de las del otro. Principio de diferenciación que se refuerza con otro principio, asimismo universal: el dominio social del hombre sobre la mujer… la figura de la primera mujer se prolongará durante la mayor parte de las épocas en que se divide la historia; de hecho en algunos repliegues de nuestra sociedad perduró hasta los albores del siglo XIX”. La tercera mujer. 1999. págs. 213-214,216.
[8] Víctor Fuenmayor: El Cuerpo de la Obra. IILL de la Universidad del Zulia. 1999.
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© Javier Meneses Linares 2009
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid
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