Teresa de la Parra (1889-1936)
Caracas, 1915
Éste era una vez un capuchino que encerrado en un reloj de
mesa esculpido en madera, tenía como oficio tocar las horas. Doce veces en el
día y doce veces en la noche, un ingenioso mecanismo abría de par en par la
puerta de la capillita ojival que representaba el reloj, y podía así mirarse
desde fuera, cómo nuestro ermitaño tiraba de las cuerdas tantas veces cuantas
el timbre, invisible dentro de su campanario, dejaba oír su tin, tin de alerta.
La puerta volvía enseguida a cerrarse con un impulso brusco y seco como si
quisiese escamotear al personaje; tenía el capuchino magnífica salud a pesar de
su edad y de su vida retirada. Un hábito de lana siempre nuevo y bien cepillado
descendía sin una mancha hasta sus pies desnudos dentro de sus sandalias. Su
larga barba blanca al contrastar con sus mejillas frescas y rosadas, inspiraba
respeto. Tenía, en pocas palabras, todo cuanto se requiere para ser feliz.
Engañado, lejos de suponer que el reloj obedecía a un mecanismo, estaba
segurísimo de que era él quien tocaba las campanadas, cosa que lo llenaba de un
sentimiento muy vivo de su poder e importancia.
Por nada en el mundo se le hubiera ocurrido ir a mezclarse
con la multitud. Bastaba con el servido inmenso que les hacía a todos al
anunciarles las horas. Para lo demás, que se las arreglaran solos. Cuando
atraído por el prestigio del ermitaño alguien venía a consultarle un caso
difícil, enfermedad o lo que fuese, él no se dignaba siquiera abrir la puerta.
Daba la contestación por el ojo de la llave, cosa ésta que no dejaba de prestar
a sus oráculos cierto sello imponente de ocultismo y misterio.
Durante muchos, muchísimos años, Fray Barnabé (éste era su
nombre) halló en su oficio de campanero tan gran atractivo que ello le bastó a
satisfacer su vida; reflexionen ustedes un momento: el pueblo entero del
comedor tenía fijos los ojos en la capillita y algunos de los ciudadanos de
aquel pueblo no habían conocido nunca más distracción que la de ver aparecer al
fraile con su cuerda. Entre éstos se contaba una compotera que había tenido la
vida más gris y desgraciada del mundo. Rota en dos pedazos desde sus comienzos,
gracias al aturdimiento de una criada, la habían empatado con ganchitos de
hierro. Desde entonces, las frutas con que la cargaban antes de colocarla en la
mesa, solían dirigirle las más humillantes burlas. La consideraban indigna de
contener sus preciosas personas.
Pues bien, aquella compotera que conservaba en el flanco una
herida avivada continuamente por la sal del amor propio, hallaba gran consuelo
en ver funcionar al capuchino del reloj.
-Miren -les decía a las frutas burlonas-, miren aquel hombre
del hábito pardo. Dentro de algunos instantes va a avisar que ha llegado la
hora en que se las van a comer a todas -y la compotera se regocijaba en su
corazón, saboreando por adelantado su venganza. Pero las frutas sin creer ni
una palabra le contestaban:
-Tú no eres más que una tullida envidiosa. No es posible que
un canto tan cristalino, tan suave, pueda anunciarnos un suceso fatal.
-Y también las frutas consideraban al capuchino con
complacencia y también unos periódicos viejos que bajo una consola pasaban la
vida repitiéndose unos a otros sucesos ocurridos desde hacía veinte años, y la
tabaquera, y las pinzas del azúcar, y los cuadros que estaban colgando en la pared
y los frascos de licor, todos, todos tenían la vista fija en el reloj y cuanta
vez se abría de par en par la puerta de roble volvían a sentir aquella misma
alegría ingenua y profunda.
Cuando se acercaban las once y cincuenta minutos de la
mañana llegaban entonces los niños, se sentaban en rueda frente a la chimenea y
esperaban pacientemente a que tocaran las doce, momento solemne entre todos
porque el capuchino en vez de esconderse con rapidez de ladrón una vez
terminada su tarea como hacía por ejemplo a la una o a las dos, (entonces se
podía hasta dudar de haberlo visto) no, se quedaba al contrario un rato, largo,
largo, bien presentado, o sea, el tiempo necesario para dar doce campanadas.
¡Ah!, ¡y es que no se daba prisa entonces el hermano Barnabé! ¡Demasiado sabía
que lo estaban admirando! Como quien no quiere la cosa, haciéndose el muy
atento a su trabajo, tiraba del cordel, mientras que de reojo espiaba el efecto
que producía su presencia. Los niños se alborotaban gritando.
-Míralo como ha engordado.
-No, está siempre lo mismo.
-No señor, que está más joven.
-Que no es el mismo de antes, que es su hijo. Etc., etc.
El cubierto ya puesto se reía en la mesa con todos los
dientes de sus tenedores, el sol iluminaba alegremente el oro de los marcos y
los colores brillantes de las telas que éstos encerraban; los retratos de
familia guiñaban un ojo como diciendo: ¡Qué! ¿aún está ahí el capuchino?
Nosotros también fuimos niños hace ya muchos años y bastante que nos divertía.
Era un momento de triunfo.
Llegaban al punto las personas mayores, todo el mundo se
sentaba en la mesa y Fray Barnabé, su tarea terminada, volvía a entrar en la
capilla con esa satisfacción profunda que da el deber cumplido.
Pero ay, llegó el día en que tal sentimiento ya no le bastó.
Acabó por cansarse de tocar siempre la hora, y se cansó sobre todo de no poder
nunca salir. Tirar del cordel de la campana, es hasta cierto punto una especie
de función pública que todo el mundo admira.
¿Pero cuánto tiempo dura? Apenas
un minuto por sesenta y el resto del tiempo, ¿qué se hace? Pues, pasearse en
rueda por la celda estrecha, rezar el rosario, meditar, dormir, mirar por
debajo de la puerta o por entre los calados del campanario un rayo vaguísimo de
sol o de luna. Son estas ocupaciones muy poco apasionantes. Fray Barnabé se
aburrió.
Lo asaltó un día la idea de escaparse. Pero rechazó con
horror semejante tentación releyendo el reglamento inscrito en el interior de
la capilla. Era muy terminante. Decía:
«Prohibición absoluta a Fray Barnabé de salir, bajo ningún
pretexto de la capilla del reloj. Debe estar siempre listo para tocar las horas
tanto del día como de la noche».
Nada podía tergiversarse. El ermitaño se sometió. ¡Pero qué
dura resultaba la sumisión! Y ocurrió que una noche, como abriera su puerta
para tocar las tres de la madrugada, cuál no fue su estupefacción al hallarse
frente a frente de un elefante que de pie, tranquilo, lo miraba con sus ojitos
maliciosos, y claro, Fray Barnabé lo reconoció enseguida: era el elefante de
ébano que vivía en la repisa más alta del aparador, allá, en el extremo opuesto
del comedor.
Pero como jamás lo había visto fuera de la susodicha repisa había
deducido que el animal formaba parte de ella, es decir que lo habían esculpido
en la propia madera del aparador. La sorpresa de verlo aquí, frente a él, lo
dejó clavado en el suelo y se olvidó de cerrar las puertas, cuando acabó de
tocar la hora.
-Bien, bien, dijo el elefante, veo que mi visita le produce
a usted cierto efecto; ¿me tiene miedo?
-No, no es que tenga miedo, balbuceó el ermitaño, pero
confieso que… ¡Una visita! ¿Viene usted para hacerme una visita?
-¡Pues es claro! Vengo a verlo. Ha hecho usted tanto bien
aquí a todo el mundo que es muy justo el que alguien se le ofrezca para hacerle
a su vez algún servicio. Sé además, lo desgraciado que vive. Vengo a
consolarlo.
-¿Cómo sabe que… Cómo puede suponerlo?… Si nunca se lo he
dicho a nadie… ¿Será usted el diablo?
-Tranquilícese, respondió sonriendo el animal de ébano, no
tengo nada en común con ese gran personaje. No soy más que un elefante… pero
eso sí, de primer orden. Soy el elefante de la reina de Saba. Cuando vivía esta
gran soberana de África era yo quien la llevaba en sus viajes. He visto a
Salomón: tenía vestidos mucho más ricos que los suyos, pero no tenía esa
hermosa barba. En cuanto a sabe, que es usted desgraciado no es sino cuestión
de adivinarlo.
Debe uno aburrirse de muerte con semejante existencia.
-No tengo el derecho de salir de aquí -afirmó el capuchino
con firmeza.
-Sí, pero no deja de aburrirse por eso.
Esta respuesta y la mirada inquisidora con que la acompañó
el elefante azotaron mucho al ermitaño. No contestó nada, no se atrevía a
contestar nada. ¡Era tal su verdad! Se fastidiaba a morir. ¡Pero así era! Tenía
un deber evidente, una consigna formal indiscutible: permanecer siempre en la
capilla para tocar las horas. El elefante lo consideró largo rato en silencio
como quien no pierde el más mínimo pensamiento de su interlocutor. Al fin
volvió a tomar la palabra:
-Pero, preguntó con aire inocente, ¿por qué razón no tiene
usted el derecho de salir de aquí?
-Lo prometí a mi reverendo Padre, mi maestro espiritual,
cuando me envió a guardar este reloj-capilla.
-¡Ah!… ¿y hace mucho tiempo de eso?
-Cincuenta años más o menos -contestó Fray Barnabé, después
de un rápido cálculo mental.
-Y después de cincuenta años; ¿no ha vuelto nunca más a
tener noticias de ese reverendo Padre?
-No, nunca.
-¿Y qué edad tenía él en aquella época?
-Andaría supongo en los ochenta.
-De modo que hoy tendría ciento treinta si no me equivoco.
Entonces, mi querido amigo -y aquí el elefante soltó una risa sardónica muy
dolorosa al oído-, entonces quiere decir que lo ha olvidado totalmente. A menos
que no haya querido burlarse de usted. De todos modos ya está más que libre de
su compromiso.
-Pero -objetó el monje-, la disciplina…
-¡Qué disciplina!
-En fin… el reglamento -y mostró el cartel del reglamento
que colgaba dentro de la celda. El elefante lo leyó con atención, y:
-¿Quiere que le dé mi opinión sincera?
-La primera parte de este documento no tiene por objeto sino
el de asustarlo. La leyenda esencial es: «Tocar las horas de día y de noche»,
éste es su estricto deber. Basta por lo tanto que se encuentre usted en su
puesto en los momentos necesarios. Todos los demás le pertenecen.
-Pero, ¿qué haría en los momentos libres?
-Lo que harás -dijo el animal de ébano cambiando de pronto
el tono y hablando en voz clara, autoritaria, avasalladora-, te montarás en mi
lomo y te llevaré al otro lado del mundo por países maravillosos que no
conoces. Sabes que hay en el armario secreto, al que no abren casi nunca,
tesoros sin precio, de los que no puedes hacerte la menor idea: tabaqueras en
las cuales Napoleón estornudó, medallas con los bustos de los césares romanos,
pescados de jade que conocen todo lo que ocurre en el fondo del océano, un
viejo pote de jenjibre vacío pero tan perfumado todavía que casi se embriaga
uno al pasar por su lado (y se tienen entonces sueños sorprendentes).
Pero lo más bello de todo es la sopera, la famosa sopera de
porcelana de China, la última pieza restante de un servicio estupendo,
rarísimo. Está decorada con flores y en el fondo, ¿adivina lo que hay? La reina
de Saba en persona, de pie, bajo un parasol flamígero y llevando en el puño su
loro profeta.
Es linda, ¡si supieras!, es adorable, ¡cosa de caer de
rodillas! y te espera. Soy su elefante fiel que la sigue desde hace tres mil
años. Hoy me dijo: «Ve a buscarme el ermitaño del reloj, estoy segura que debe
de estar loco por verme».
-La reina de Saba. ¡La reina de Saba! -murmuraba en su fuero
interno Fray Barnabé trémulo de emoción-. No puedo disculparme. Es preciso que
vaya y en voz alta:
-Sí quiero ir. Pero ¡la hora, la hora! Piense un poco,
elefante, ya son las cuatro menos cuarto.
-Nadie se fijará si toca de una vez las cuatro. Así le
quedaría libre una hora y cuarto entre éste y el próximo toque. Es tiempo más
que suficiente para ir a presentar sus respetos a la reina de Saba.
Entonces, olvidándolo todo, rompiendo con un pasado de
cincuenta años de exactitud y de fidelidad, Fray Barnabé tocó febrilmente las
cuatro y saltó en el lomo del elefante, quien se lo llevó por el espacio. En
algunos segundos se hallaron ante la puerta del armario. Tocó el elefante tres
golpes con sus colmillos y la puerta se abrió por obra de encantamiento. Se
escurrió entonces con amabilidad maravillosa por entre el dédalo de tabaqueras,
medallas, abanicos, pescados de jade y estatuillas y no tardó en desembocar
frente a la célebre sopera.
Volvió a tocar los tres golpes mágicos, la tapa se
levantó y nuestro monje pudo entonces ver a la reina de Saba en persona, que de
pie en un paisaje de flores ante un trono de oro y pedrerías sonreía con
expresión encantadora llevando en su puño el loro profeta.
-Por fin lo veo, mi bello ermitaño -dijo ella-. ¡Ah!, cuánto
me alegra su visita; confieso que la deseaba con locura, cuanta vez oía tocar
la campana, me decía: ¡qué sonido tan dulce y cristalino! Es una música
celestial. Quisiera conocer al campanero, debe ser un hombre de gran habilidad.
Acérquese, mi bello ermitaño.
Fray Barnabé obedeció. Estaba radiante en pleno mundo
desconocido, milagroso… No sabía qué pensar. ¡Una reina estaba hablándole
familiarmente, una reina había deseado verlo!
Y ella seguía:
-Tome, tome esta rosa como recuerdo mío. Si supiera cuánto
me aburro aquí. He tratado de distraerme con esta gente que me rodea. Todos me
han hecho la corte, quien más, quien menos, pero por fin me cansé. A la
tabaquera no le falta gracia; narraba de un modo pasable relatos de guerra o
intrigas picarescas, pero no puedo aguantar su mal olor. El pote de jenjibre
tiene garbo y cierto encanto, pero me es imposible estar a su lado sin que me
asalte un sueño irresistible. Los pescados conocen profundas ciencias, pero no
hablan nunca. Sólo el César de oro de la medalla me ha divertido en realidad
algunas veces, pero su orgullo acabó por parecerme insoportable. ¿No pretendía
llevarme en cautiverio bajo el pretexto de que era yo una reina bárbara? Resolví
plantarlo con toda su corona de laurel y su gran nariz de pretencioso, y así
fue como quedé sola, sola pensando en usted el campanero lejano que me tocaba
en las noches tan linda música. Entonces dije a mi elefante: «anda y tráemelo.
Nos distraeremos mutuamente. Le contaré yo mis aventuras, él me contará las
suyas». ¿Quiere usted, lindo ermitaño, que le cuente mi vida?
-¡Oh, sí! -suspiró extasiado Fray Barnabé- ¡Debe ser tan
hermosa!
Y la reina de Saba comenzó a recordar las aventuras
magníficas que había corrido desde la noche aquella en que se había despedido
de Salomón hasta el día más cercano en que escoltada por sus esclavos, su
parasol, su trono, y sus pájaros se había instalado dentro de la sopera. Había
material para llenar varios libros y aún no lo refería todo; iba balanceándose
al azar de los recuerdos. Había recorrido África, Asia y las islas de los dos
océanos. Un príncipe de la China, caballero en un delfín de jade, había venido
a pedir su mano, pero ella lo había rechazado porque proyectaba entonces un
viaje al Perú, acompañada de un joven galante, pintado en un abanico, el cual
en el instante de embarcarse hacia Citeres, como la viera pasar, cambió de
rumbo.
En Arabia había vivido en una corte de magos. Estos, para
distraerla, hacían volar ante sus ojos, pájaros encantados, desencadenaban
tempestades, terribles en medio de las cuales se alzaban sobre las alas de sus
vestiduras, hacían cantar estatuas que yacían enterradas bajo la arena,
extraviaban caravanas enteras, encendían espejismos con jardines, palacios y
fuentes de agua viva. Pero entre todas, la aventura más extraordinaria era
aquella, la ocurrida con el César de oro. Es cierto que repetía: «me ofendió
por ser orgulloso». Pero se veía su satisfacción, pues el César aquel era un
personaje de mucha consideración.
A veces en medio del relato el pobre monje se atrevía a
hacer una tímida interrupción:
-Creo que ya es tiempo de ir a tocar la hora. Permítame que
salga.
Pero al punto la reina de Saba, cariñosa, pasaba la mano por
la hermosa barba del ermitaño y contestaba riendo: ¡qué malo eres, mi bello
Barnabé, estar pensando en la campana cuando una reina de África te hace sus
confidencias! y además: es todavía de noche. Nadie va a darse cuenta de la
falta.
Y volvía a tomar el hilo de su historia asombrosa.
Cuando la hubo terminado, se dirigió a su huésped y dijo con
la más encantadora de sus expresiones:
-Y ahora, mi bello Barnabé, a usted le toca, me parece que
nada de mi vida le he ocultado. Es ahora su turno.
Y habiendo hecho sentar a su lado, en su propio trono, al
pobre monje deslumbrado, la reina echó hacia atrás la cabeza como quien se
dispone a saborear algo exquisito.
Y aquí está el pobre Fray Barnabé que se pone a narrar los
episodios de su vida. Contó cómo el padre Anselmo, su superior, lo había
llevado un día al reloj-capilla; cómo le encomendó la guardia; cuáles fueron
sus emociones de campanero principiante, describió su celda, recitó de cabo a
rabo el reglamento que allí encontró escrito; dijo que el único banco en donde
podía sentarse era un banco cojo; lo muy duro que resultaba no poder dormir
arriba de tres cuartos de hora por la zozobra de no estar despierto para tirar
de la cuerda en el momento dado. Es cierto que mientras enunciaba cosas tan
miserables, allá en su fuero interno tenía la impresión de que no podían ellas
interesar a nadie, pero ya se había lanzado y no podía detenerse, Adivinaba de
sobra que lo que de él se esperaba no era el relato de su verdadera vida que
carecía en el fondo de sentido, sino otro, el de una existencia hermosa cuyas
peripecias variadas y patéticas hubiera improvisado con arte. Pero, ¡ay!
carecía por completo de imaginación y quieras que no, había que limitarse a los
hechos exactos, es decir, a casi nada.
En un momento dado del relato levantó los ojos que hasta
entonces por modestia los había tenido bajos clavados en el suelo, y se dio
cuenta de que los esclavos, el loro, todos, todos, hasta la reina, dormían
profundamente. Sólo velaba el elefante:
-¡Bravo! -le gritó éste-. Podemos ahora decir que es usted
un narrador de primer orden. El mismo pote de jenjibre es nada a su lado.
-¡Oh Dios mío! -imploró Fray Barnabé- ¿se habrá enojado la
reina?
-Lo ignoro. Pero lo que sí sé es que debemos regresar. Ya es
de día. Tengo justo el tiempo de cargarlo en el lomo y reintegrarlo a la
capilla.
Y era cierto. Rápido como un relámpago atravesó nuestro
elefante de ébano el comedor y se detuvo ante la capilla. El reloj de la
catedral de la ciudad apuntaba justo las ocho. Anhelante, el capuchino corrió a
tocar las ocho campanadas y cayó rendido de sueño sin poder más…
Nadie por
fortuna se había dado cuenta de su ausencia.
Pasó el día entero en una ansiedad febril. Cumplía
maquinalmente su deber de campanero: pero con el pensamiento no abandonaba un
instante la sopera encantada en donde vivía la reina de Saba y se decía: ¿qué
me importa aburrirme durante el día, si en las noches el elefante de ébano
vendrá a buscarme y me llevará hasta ella? ¡Ah! ¡qué bella vida me espera!
Y desde el caer de la tarde comenzó a esperar impaciente a
que llegara el elefante. ¡Pero nada! Las doce, la una, las dos de la madrugada
pasaron sin que el real mensajero diera señales de vida. No pudiendo más y
diciéndose que sólo se trataría de un olvido, Fray Barnabé se puso en camino.
Fue un largo y duro viaje. Tuvo que bajar de la chimenea agarrándose de la tela
que la cubría y como dicha tela no llegaba ni con mucho al suelo, fue a tener
que saltar desde una altura igual a cinco o seis veces su estatura. Y cruzó a
pie la gran pieza tropezándose en la oscuridad con la pata de una mesa,
resbalándose por encima de una cucaracha y teniendo luego que luchar con un
ratón salvaje que lo mordió cruelmente en una pierna; tardó en pocas palabras
unas dos horas para llegar al armario. Imitó allí el procedimiento del elefante
con tan gran exactitud que se le abrieron sin dificultad ninguna, primero la
puerta, luego la tapa de la sopera. Trémulo de emoción y de alegría se encontró
frente a la reina. Ésta se sorprendió muchísimo:
-¿Qué ocurre? -preguntó- ¿qué quiere usted, señor capuchino?
-¿Pero ya no me recuerda? -dijo Fray Barnabé cortadísimo-.
Soy el ermitaño del reloj… el que vino ayer…
-¡Ah! ¿Conque es usted el mismo monje de ayer? Pues si
quiere que le sea sincera, le daré este consejo: no vuelva más por aquí. Sus
historias, francamente, no son interesantes.
Y como el pobre Barnabé no atreviéndose a medir las
dimensiones de su infortunio permaneciese inmóvil…
-¿Quiere usted acabarse de ir? -silbó el loro profeta
precipitándosele encima y cubriéndolo de picotazos-. Acaban de decirle que está
aquí de más. Vamos, márchese y rápido.
Con la muerte en el alma Fray Barnabé volvió a tomar el
camino de la chimenea. Andando, andando se decía:
-¡Por haber faltado a mi deber! Debía de antemano haber
comprendido que todo esto no era sino una tentación del diablo para hacerme
perder los méritos de toda una vida de soledad y de penitencia. ¡Cómo era
posible que un desgraciado monje, en sayal, pudiera luchar contra el recuerdo
de un emperador romano en el corazón de una reina! Pero… ¡qué linda, que linda
era!
Ahora es preciso que olvide. Es preciso que de hoy en
adelante no piense más que en mi deber: mi deber es el de tocar la hora. Lo
cumpliré sin desfallecimiento, alegremente hasta que la muerte me sorprenda en
la extrema vejez.
¡Quiera Dios que nadie se haya dado cuenta de mi fuga! ¡Con
tal de que llegue a tiempo! ¡Son las siete y media! Si no llego en punto de
ocho ¡estoy perdido! Es el momento en que se despierta la casa y todos
comienzan a vivir.
Y el pobre se apresuraba, las piernas ya rendidas. Cuando
tuvo que subir agarrándose a las molduras de la chimenea, toda la sangre de su
cuerpo parecía zumbarle en los oídos. Llegó arriba medio muerto. ¡Inútil
esfuerzo! no llegó a tiempo… Las ocho estaban tocando.
Digo bien: ¡las ocho estaban tocando! ¡Tocando solas, sin
él! La puerta del reloj se había abierto de par en par, la cuerda subía y
bajaba, lo mismo que si hubieran estado sus manos tirando de ellas; y las ocho
campanadas cristalinas sonaban…
Hundido en el estupor el pobre capuchino comprendió.
Comprendió que el campanario funcionaba sin él, es decir, que él no había
contribuido nunca en nada al juego del mecanismo.
Comprendió que su trabajo y su
sacrificio diario no eran sino de risa, casi, casi un escarnio público. Todo se
derrumbaba a la vez: la felicidad que había esperado recibir de la reina de
Saba y ese deber futuro que había resuelto cumplir en adelante obediente en su
celda. Ese deber no tenía ya objeto. La desesperación negra, inmensa, absoluta
penetró en su alma.
Comprendió entonces que la vida sobrellevada en tales
condiciones era imposible.
Entonces rompió en menudos pedazos la rosa que le regalara
la reina de Saba, desgarró el reglamento que colgaba en la pared de la celda, y
agarrando el extremo de la cuerda que asomaba como de costumbre bajo el techo,
aquella misma que tantas, tantas veces habían sus manos tirado tan alegremente,
pasósela ahora alrededor del cuello y dando un salto en el vacío, se ahorcó.