Páginas

domingo, 9 de junio de 2013

Mis criticas: Diario de una caraqueña por el lejano Oriente.



A veces llegan libros que nos atraen en cierta manera y sin saber el por qué. Este pequeño relato de viajes de una caraqueña por el lejano oriente es uno de ellos. Teresa de la Parra fue una intrépida mujer, una mujer de esas que tan bien retrata Cristina Morató en sus libros de mujeres viajeras e intrépidas. Gran curiosa de todas las culturas, y sin miedo en el cuerpo, se dedicó de lleno en vida a recorrer el ancho mundo escribiendo una pequeña pero interesante obra literaria en la que los cuadernos de viaje brillan por su concisión y humor. El “Diario de una caraqueña por el lejano oriente” es una obra que apareció hace casi un siglo en la revista Actualidades, dirigida por Rómulo Gallegos, en Venezuela, su país de origen. Y en este breve pero jugoso librito, una bitácora de ruta de un inconcluso viaje, nos detalla anécdotas de todo tipo. Desde el sempiterno baile de disfraces de los transatlánticos de entonces (pag. 39), a las dificultades por obtener los papeles de la embajada rusa en Estados Unidos en la época, abril de 1919, para viajar poco antes a Caracas. 

Nos descubre el Chicago de entonces, no muy diferente del de ahora, al Kioto de hace 100 años, de aspecto igual al que podemos visitar hoy en día (y lo constato por el viaje que hice hace unos meses). Nos divierte con esos comentarios acerca de lo sucios que son los habitantes de Kobe (Pag. 64) y lo malolientes que son los puertos de Japón (se ve que no era amante de las lonjas…). 

Escribe con igual sorna sobre las posturas de los japoneses a la hora de comer (no dejaba de tener cierto parecido con la que suelen tomar las ranas…pag. 66) y con la costumbre de los peluqueros chinos de cortar el pelo en plazas, en medio de multitudes (pag. 79), para acabar el relato en territorios rusos, donde la huella del viaje se difumina ante la incertidumbre de la ruta a tomar para efectuar la vuelta.

Diario de una caraqueña por el lejano oriente es el semblante de una de las últimas viajeras románticas del mundo, con unos preparativos exhaustivos, y que, sin embargo, a veces las cosas no salen como se planean. pero, sobre todo es esa pequeña agenda de ruta que a todos nos gustaría trazar, con tiernos y alegres comentarios, y que sirve como recuerdo y complemento de un viaje que, bien que sabemos, nunca más volveremos a hacer. 

A destacar de igual manera ese jugoso prólogo de Marco Porras, citando a escritores españoles, contemporáneos o no de la autora, y que hablan con aprecio y amor sobre su figura.

Javier 

Fuente: http://www.lalibreriadejavier.com/?p=12601 

Teresa de la Parra, en busca del tiempo encontrado.


Publicado por ccwolf en enero 23, 2011

Por: Eduardo Casanova.

Teresa de la Parra (Ana Teresa Parra Sanojo, nacida en París en octubre de 1889 y muerta en Madrid en 1936), no fue la primera novelista venezolana. Ni siquiera fue la primera escritora venezolana. Esa posición le corresponde a Zulima (Lina López de Aramburu), que en 1885 publicó “El Medallón”, en 1889, año en que nació Teresa, publicó “Un crimen misterioso”, y en 1898 “Blanca; o consecuencias de la vanidad”. 

Pero la posición en las letras venezolanas, americanas y mundiales de Teresa de la Parra va mucho más allá. Domingo Miliani, uno de los más serios investigadores de nuestra literatura, la relaciona con Marcel Proust (1871-1922), Franz Kafka (1883-1924) y James Joyce (1882-1941), es decir, con lo más alto de la novelística mundial de su momento. 

Fueron suficientes dos libros –afirma Miliani– para que su proyección en la historia de nuestra narrativa emergiera, casi insular, en un arte de la ironía finísima, del humor piadoso ante una sociedad en declive, tratada en tono de añoranza vivencial, con un tiempo lento y perdido, que la aproximó, a los ojos de una crítica más moderna, al nombre de Marcel Proust. José Rafael Pocaterra, en su revista de narrativa, La lectura semanal, había insertado en 1922, un fragmento de Ifigenia, “diario de una señorita que se fastidia”. Dos años después, aquella novela obtuvo un premio de novela en París. Su nombre era casi ignorado hasta ese momento. Vino la crítica, elogiosa. Llovieron las entrevistas y las declaraciones de prensa. 

Una de ellas, la colocaba como simpatizante del gomecismo y entonces, también supo del escarnio y la negación. Pero la obra, impecable, profunda, crítica de la burguesía provinciana [95] de Caracas, perduró y rompió esquemas y estereotipos. (…) En 1929, su segundo libro, Memorias de mamá Blanca completó el cuadro, menudo en número, cuantioso en hallazgos, de un relato hecho para quedar como un clásico de nuestra mejor literatura moderna. La novela europea escrita por los mismos años en que Teresa de la Parra escribía las suyas, había eliminado ya el proyecto de narrar una historia dentro de tina cronología lineal. Irónica y poética, la novela ahora comienza a “Evocar, en vez de contar, saborear en los hechos la emoción que ellos llevan en sí, más que la lógica de su encantamiento” (…) Ese fue el legado de Teresa de la Parra a la novela venezolana, como fue el de Gide, Rilke, Barres, o Valery Larbaud a la novela europea de los mismos años. Un mundo que Proust había de resumir y agotar en sí mismo. Y en realidad, Ifigenia y Memorias de mamá blanca, son, por sí solas, suficientes para poner el nombre de su autora en la cumbre de la novelística nuestra e hispanoamericana en general.

Nació la novelista en París, en donde sus padres (Rafael Parra Hernáiz, representante diplomático de Venezuela en Berlín, e Isabel Sanojo de Parra) se encontraban de paso. A los dos años se estableció con sus padres en la hacienda de la familia, “Tazón”, que era entonces la salida de Caracas hacia los Valles del Tuy (y volvería a serlo en la década de 1960, cuando se abrió la Autopista Regional del Centro). 

Con la legada del siglo XX murió su padre, y su madre decidió ir a vivir a Europa. La niña entró a un colegio de monjas, el Sagrado Corazón de Godella, en tierras de la Valencia original, en España. Allí empezó su formación literaria, especialmente por su interés en la poesía. 

En 1909 ganó un premio por unos versos dedicados a la beatificación de la Madre Magdalena Sofía Barat. Un año después se establecieron en Caracas, en pleno centro, a poca distancia de la Plaza Bolívar (Torre a Veroes). En 1915 publica sus primeros cuentos fantásticos. En El Universal y en Lectura Semanal (Un evangelio indio: Buda y la leprosa, Flor de loto: una leyenda japonesa, El ermitaño del reloj, El genio del pesacartas y La historia de la señorita grano de polvo, bailarina del sol), con el seudónimo “Fru-Fru”. 

En Actualidades, la revista de Rómulo Gallegos, aparece en 1920 Diario de una caraqueña por el Lejano Oriente, que no es en realidad un Diario, sino una obra de ficción, precursora de Ifigenia, su primera gran novela, editada en español y francés en 1924, con la que estrenó su seudónimo Teresa de la Parra, y que le valió en París, a donde se había mudado en 1923, el primer premio del concurso literario del Instituto Hispanoamericano de la Cultura Francesa. 

Y además la fama, no sólo en Venezuela, sino en los círculos literarios europeos. En ese tiempo se acercó a otra de las grandes estrellas de las letras hispanoamericanas, Gabriela Mistral. Viajó por Cuba, Estados Unidos, Colombia, y dondequiera fue recibida en forma apoteósica. En 1929 publicó su segunda novela, Memorias de Mamá Blanca, escrita en Vevey, Suiza, y en 1931, luego de recorrer varios sitios en plan de auténtica estrella de las letras, se instaló de nuevo en Europa. Las costumbres sociales de su tiempo, especialmente las de su país, le impidieron tomar el camino que su sexualidad le pedía, y en el terreno sentimental se limitó a mantener una relación más de afecto y amistad que de amor, con el gran escritor y diplomático ecuatoriano Gonzalo Zaldumbide (1884-1965). 

Por los problemas pulmonares que la se le manifestaron poco después, buscó la curación en las montañas Suizas, tal como los personajes de La montaña mágica (1924) de Thomas Mann (1875-1955), pero la situación política de Europa la compelió a buscar otros paisajes. Finalmente la tuberculosis acaba con su vida en abril de 1936, en el Sanatorio de La Fuenfría, ubicado en la Sierra de Guadarrama, no lejos de Madrid. En sus últimos momentos la acompañaron su madre, su hermana, María, y su gran amiga cubana Lydia Cabrera (1899-1991), que le dedicó su obra fundamental: Contes nègres de Cuba, editados por Gallimard ese mismo año. Había empezado una biografía de Simón Bolívar que no concluyó. A pesar de la altísima calidad de la literatura escrita por mujeres venezolanas, Teresa de la Parra siempre se destacará entre todos los escritores venezolanos de todos los tiempos.

*Eduardo Casanova, novelista venezolano, ensayista, biógrafo y editor de la Revista digital Literanova

martes, 4 de junio de 2013

Historia de la señorita Grano de Polvo bailarina del Sol. (cuento)


Teresa de la Parra

Era una mañana a fines del mes de abril. El buen tiempo en delirio, contrastaba irónicamente con un pobre trabajo de escribanillo que tenía yo entre manos aquel día. De pronto como levantara la cabeza vi a Jimmy, mi muñeco de fieltro que se balanceaba sentado frente a mí, apoyando la espalda en la columna de la lámpara. La pantalla parecía servirle de parasol. No me veía y su mirada, una mirada que yo no le conocía estaba fija con extraña atención en un rayo de sol que atravesaba la pieza.

-¿Qué tienes, querido Jimmy? -le pregunté-. ¿En qué piensas?

-En el pasado -me respondió simplemente sin mirarme- y volvió a sumirse en su contemplación.

Y como temiese haberme herido por la brusquedad de la respuesta:

-No tengo motivos para esconderte nada -replicó-. Pero por otro lado, nada puedes hacer ¡ay! por mí; y suspiró en forma que me destrozó el corazón.

Tomó cierto tiempo. Dio media vuelta a las dos arandelas de fieltro blanco que rodean sus pupilas negras y que son el alma de su expresión. Pasó ésta al punto de la atención íntima, al ensueño melancólico. Y me habló así:

-Sí, pienso en el pasado. Pienso siempre en el pasado. Pero hoy especialmente, esta primavera tibia e insinuante reanima mi recuerdo. En cuanto al rayo de sol quien, clava a tus pies, fíjate bien, la alfombra que transfigura, este rayo de sol se parece tanto a aquel otro en el cual encontré por primera vez a… ¡Ah! ¡siento que necesitarás suplir con tu complacencia la pobreza de mis palabras!

-Imagínate la criatura más rubia, más argentinada, más locamente etérea que haya nunca danzado por sobre las miserias de la vida. Apareció y, mi ensueño se armonizó al instante con su presencia milagrosa. ¡Qué encanto! Bajaba por el rayo de sol, hollando con su presencia deslumbrante aquel camino de claridad que acababa de recordármela. Suspiros imperceptibles a nuestro burdo tacto animaban a su alrededor un pueblo de seres semejantes a ella, pero sin su gracia soberana ni su atractivo fulminante. Retozaba ella con todos un instante, se enlazaba en sus corros, se escapaba hábil por un intersticio, evitaba de un brinco el torpe abrazo del monstruo-mosquito ebrio y pesado como una fiera… mientras que un balanceo insensible y dulce la iba atrayendo hacia mí-. Dios mío ¡qué linda era!

-Como rostro no tenía ninguno propiamente hablando. Te diré que en realidad no poseía una forma precisa. Pero tomaba del sol con vertiginosa rapidez todos los rostros que yo hubiese podido soñar y que eran precisamente los mismos con que soñaba cuando pensaba en el amor. Su sonrisa en vez de limitarse a los pliegues de la boca se extendía por sobre todos sus movimientos. Así, aparecía, tan pronto rubia como el reflejo de un cobre, tan pronto pálida y gris como la luz del crepúsculo, ya oscura y misteriosa como la noche. Era a la vez suave como el terciopelo, loca como la arena en el viento, pérfida como el ápice de espuma al borde de una ola que se rompe. Era mil y mil cosas más rápido que mis palabras no lograban seguir sus metamorfosis.

-Quedé larguísimo rato mirándola invadido por una especie de estupor sagrado… De pronto se me escapó un grito… La bailarina etérea iba a tocar el suelo. Todo mi ser protestó ante la ignominia de semejante encuentro, y me precipité.

-Mi movimiento brusco produjo extrema perturbación en el mundo del rayo de sol y muchos de los geniecillos se lanzaron, creo que por temor hacia las alturas. Pero mis ojos no perdían de vista a mi amada. Inmóvil, conteniendo la respiración, la espiaba con la mano extendida. ¡Ah divina alegría! La mayor y la última ya de mi vida. En esa mano extendida había ella caído. Renuncio a detallarte mi estado de espíritu. El corazón me latía en forma tan acelerada que en mi mano temblorosa, mi dueña bailaba todavía. Era un vals lento y cadencioso de una coquetería infinita.

-Señorita Grano de Polvo… -le dije.

-¿Y cómo sabes mi nombre?

-Por intuición, le contesté, el… en fin… el amor.

-El amor, exclamó ella, ¡Ah! y volvió a bailar pero de un modo impertinente. Me pareció que se reía.

-No te rías -le reproché-, te quiero de veras. Es muy serio.

-Pero yo no tengo nada de seria -replicó-. Soy la señorita Grano de Polvo, bailarina del Sol. Sé demasiado que mi alcurnia no es de las más brillantes. Nací en una grieta del piso y nunca he vuelto a mi madre. Cuando me dicen que es una modesta suela de zapato, tengo que creerlo, pero nada me importa puesto que soy ahora la bailarina del Sol. No puedes quererme. Si me quieres, querrás también llevarme contigo y entonces ¿qué sería de mí? Prueba, quita tu mano un instante y ponla fuera del rayo.

Le obedecí. Cuál no fue mi decepción cuando en mi mano, reintegrada a la penumbra, contemplé una cosita lamentable e informe, de un gris dudoso, toda ella inerte y achatada. ¡Tenía ganas de llorar!

-¡Ya ves! -dijo ella-. Está ya hecha la experiencia. Sólo vivo para mi arte. Vuelve a ponerme pronto en el rayo de sol.

Obedecí. Agradecida bailó de nuevo un instante en mi mano.

-¿De qué cosa es tu mano?

-Es de fieltro, contesté ingenuamente.

-¡Es carrasposa! -exclamó-. Cuánto más prefiero mi camino aéreo -y trató de volar.

Yo no sé qué me invadió. Furioso, por el insulto, pero además por el temor de perder a mi conquista, jugué mi vida entera en una decisión audaz. Será opaca, pero será mía, «pensé». La cogí y la encerré dentro de mi cartera que coloqué sobre mi corazón.

Aquí está desde hace un año. Pero la alegría ha huido de mí. Esta hada que escondo, no me atrevo ya a mirarla tan distinta la sé, de aquella visión que despertó mi amor. Y sin embargo prefiero retenerla así que perderla de un todo al devolverle su libertad.

-¿De modo que la tienes todavía en tu cartera? -le pregunté picado de curiosidad.

-Sí. ¿Quieres verla?

Sin esperar mi respuesta y porque no podía aguantar más su propio deseo, abrió la cartera y sacó lo que se llamaba: «la momia de la señorita Grano de Polvo». Hice como si la viera pero sólo por amabilidad, pues en el fondo, no veía absolutamente nada. Hubo entre Jimmy y yo un momento de silencio penoso.

-Si quieres un consejo -le dije al fin- te doy éste: dale la libertad a tu amiga. Aprovecha ese rayo de sol. Aunque no dure más que dos horas serán dos horas de éxtasis. Eso vale más que continuar el martirio en que vives.

-¿Lo crees de veras? -interrogó él mirándome con ansiedad-. Dos horas. ¡Ah, qué tentaciones siento! Sí, acabemos: ¡sea!

Así diciendo, sacó de su cartera a la señorita Grano de Polvo y la volvió a colocar en el rayo. Fue una resurrección maravillosa. Saliendo de su misterioso letargo la bailarinita se lanzó loca, imponderable y como espiritual, idéntica a la descripción entusiasta que me había hecho Jimmy. Comprendí al punto su pasión. Había que verlo a él inmóvil, bocabierto ebrio de belleza. La voluptuosidad amarga del sacrificio se unía a la alegría purísima de la contemplación. Y a decir verdad, su rostro me parecía más bello que la danza del hada, puesto que estaba iluminado de una nobleza moral extraña a la falaz bailarina.

De pronto, juntos, exhalamos un grito. Un insecto enorme y estúpido, insecto grande como la cabeza de un alfiler, al bostezar acababa de tragarse a la señorita Grano de Polvo.

¿Qué más decir ahora?


El pobre Jimmy con los ojos fijos consideraba la extensión de su deleite. Nos quedamos largo rato silenciosos incapaces de hallar nada que pudiese expresar, yo mi remordimiento y él su desesperación. No tuvo ni para mí, ni para la fatalidad siquiera una palabra de reproche, pero vi muy bien cómo bajo el pretexto de levantar la arandela de fieltro que gradúa la expresión de sus pupilas, se enjugó furtivamente una lágrima.

http://www.biblioteca.org.ar/libros/154837.pdf

El ermitaño del reloj (cuento)




Teresa de la Parra (1889-1936)
Caracas, 1915

Éste era una vez un capuchino que encerrado en un reloj de mesa esculpido en madera, tenía como oficio tocar las horas. Doce veces en el día y doce veces en la noche, un ingenioso mecanismo abría de par en par la puerta de la capillita ojival que representaba el reloj, y podía así mirarse desde fuera, cómo nuestro ermitaño tiraba de las cuerdas tantas veces cuantas el timbre, invisible dentro de su campanario, dejaba oír su tin, tin de alerta. La puerta volvía enseguida a cerrarse con un impulso brusco y seco como si quisiese escamotear al personaje; tenía el capuchino magnífica salud a pesar de su edad y de su vida retirada. Un hábito de lana siempre nuevo y bien cepillado descendía sin una mancha hasta sus pies desnudos dentro de sus sandalias. Su larga barba blanca al contrastar con sus mejillas frescas y rosadas, inspiraba respeto. Tenía, en pocas palabras, todo cuanto se requiere para ser feliz. 

Engañado, lejos de suponer que el reloj obedecía a un mecanismo, estaba segurísimo de que era él quien tocaba las campanadas, cosa que lo llenaba de un sentimiento muy vivo de su poder e importancia.

Por nada en el mundo se le hubiera ocurrido ir a mezclarse con la multitud. Bastaba con el servido inmenso que les hacía a todos al anunciarles las horas. Para lo demás, que se las arreglaran solos. Cuando atraído por el prestigio del ermitaño alguien venía a consultarle un caso difícil, enfermedad o lo que fuese, él no se dignaba siquiera abrir la puerta. Daba la contestación por el ojo de la llave, cosa ésta que no dejaba de prestar a sus oráculos cierto sello imponente de ocultismo y misterio.

Durante muchos, muchísimos años, Fray Barnabé (éste era su nombre) halló en su oficio de campanero tan gran atractivo que ello le bastó a satisfacer su vida; reflexionen ustedes un momento: el pueblo entero del comedor tenía fijos los ojos en la capillita y algunos de los ciudadanos de aquel pueblo no habían conocido nunca más distracción que la de ver aparecer al fraile con su cuerda. Entre éstos se contaba una compotera que había tenido la vida más gris y desgraciada del mundo. Rota en dos pedazos desde sus comienzos, gracias al aturdimiento de una criada, la habían empatado con ganchitos de hierro. Desde entonces, las frutas con que la cargaban antes de colocarla en la mesa, solían dirigirle las más humillantes burlas. La consideraban indigna de contener sus preciosas personas.

Pues bien, aquella compotera que conservaba en el flanco una herida avivada continuamente por la sal del amor propio, hallaba gran consuelo en ver funcionar al capuchino del reloj.

-Miren -les decía a las frutas burlonas-, miren aquel hombre del hábito pardo. Dentro de algunos instantes va a avisar que ha llegado la hora en que se las van a comer a todas -y la compotera se regocijaba en su corazón, saboreando por adelantado su venganza. Pero las frutas sin creer ni una palabra le contestaban:

-Tú no eres más que una tullida envidiosa. No es posible que un canto tan cristalino, tan suave, pueda anunciarnos un suceso fatal.

-Y también las frutas consideraban al capuchino con complacencia y también unos periódicos viejos que bajo una consola pasaban la vida repitiéndose unos a otros sucesos ocurridos desde hacía veinte años, y la tabaquera, y las pinzas del azúcar, y los cuadros que estaban colgando en la pared y los frascos de licor, todos, todos tenían la vista fija en el reloj y cuanta vez se abría de par en par la puerta de roble volvían a sentir aquella misma alegría ingenua y profunda.

Cuando se acercaban las once y cincuenta minutos de la mañana llegaban entonces los niños, se sentaban en rueda frente a la chimenea y esperaban pacientemente a que tocaran las doce, momento solemne entre todos porque el capuchino en vez de esconderse con rapidez de ladrón una vez terminada su tarea como hacía por ejemplo a la una o a las dos, (entonces se podía hasta dudar de haberlo visto) no, se quedaba al contrario un rato, largo, largo, bien presentado, o sea, el tiempo necesario para dar doce campanadas. ¡Ah!, ¡y es que no se daba prisa entonces el hermano Barnabé! ¡Demasiado sabía que lo estaban admirando! Como quien no quiere la cosa, haciéndose el muy atento a su trabajo, tiraba del cordel, mientras que de reojo espiaba el efecto que producía su presencia. Los niños se alborotaban gritando.

-Míralo como ha engordado.

-No, está siempre lo mismo.

-No señor, que está más joven.

-Que no es el mismo de antes, que es su hijo. Etc., etc.

El cubierto ya puesto se reía en la mesa con todos los dientes de sus tenedores, el sol iluminaba alegremente el oro de los marcos y los colores brillantes de las telas que éstos encerraban; los retratos de familia guiñaban un ojo como diciendo: ¡Qué! ¿aún está ahí el capuchino? Nosotros también fuimos niños hace ya muchos años y bastante que nos divertía.

Era un momento de triunfo.

Llegaban al punto las personas mayores, todo el mundo se sentaba en la mesa y Fray Barnabé, su tarea terminada, volvía a entrar en la capilla con esa satisfacción profunda que da el deber cumplido.

Pero ay, llegó el día en que tal sentimiento ya no le bastó. Acabó por cansarse de tocar siempre la hora, y se cansó sobre todo de no poder nunca salir. Tirar del cordel de la campana, es hasta cierto punto una especie de función pública que todo el mundo admira. 

¿Pero cuánto tiempo dura? Apenas un minuto por sesenta y el resto del tiempo, ¿qué se hace? Pues, pasearse en rueda por la celda estrecha, rezar el rosario, meditar, dormir, mirar por debajo de la puerta o por entre los calados del campanario un rayo vaguísimo de sol o de luna. Son estas ocupaciones muy poco apasionantes. Fray Barnabé se aburrió.

Lo asaltó un día la idea de escaparse. Pero rechazó con horror semejante tentación releyendo el reglamento inscrito en el interior de la capilla. Era muy terminante. Decía:

«Prohibición absoluta a Fray Barnabé de salir, bajo ningún pretexto de la capilla del reloj. Debe estar siempre listo para tocar las horas tanto del día como de la noche».

Nada podía tergiversarse. El ermitaño se sometió. ¡Pero qué dura resultaba la sumisión! Y ocurrió que una noche, como abriera su puerta para tocar las tres de la madrugada, cuál no fue su estupefacción al hallarse frente a frente de un elefante que de pie, tranquilo, lo miraba con sus ojitos maliciosos, y claro, Fray Barnabé lo reconoció enseguida: era el elefante de ébano que vivía en la repisa más alta del aparador, allá, en el extremo opuesto del comedor. 

Pero como jamás lo había visto fuera de la susodicha repisa había deducido que el animal formaba parte de ella, es decir que lo habían esculpido en la propia madera del aparador. La sorpresa de verlo aquí, frente a él, lo dejó clavado en el suelo y se olvidó de cerrar las puertas, cuando acabó de tocar la hora.

-Bien, bien, dijo el elefante, veo que mi visita le produce a usted cierto efecto; ¿me tiene miedo?

-No, no es que tenga miedo, balbuceó el ermitaño, pero confieso que… ¡Una visita! ¿Viene usted para hacerme una visita?

-¡Pues es claro! Vengo a verlo. Ha hecho usted tanto bien aquí a todo el mundo que es muy justo el que alguien se le ofrezca para hacerle a su vez algún servicio. Sé además, lo desgraciado que vive. Vengo a consolarlo.

-¿Cómo sabe que… Cómo puede suponerlo?… Si nunca se lo he dicho a nadie… ¿Será usted el diablo?

-Tranquilícese, respondió sonriendo el animal de ébano, no tengo nada en común con ese gran personaje. No soy más que un elefante… pero eso sí, de primer orden. Soy el elefante de la reina de Saba. Cuando vivía esta gran soberana de África era yo quien la llevaba en sus viajes. He visto a Salomón: tenía vestidos mucho más ricos que los suyos, pero no tenía esa hermosa barba. En cuanto a sabe, que es usted desgraciado no es sino cuestión de adivinarlo. 

Debe uno aburrirse de muerte con semejante existencia.

-No tengo el derecho de salir de aquí -afirmó el capuchino con firmeza.

-Sí, pero no deja de aburrirse por eso.

Esta respuesta y la mirada inquisidora con que la acompañó el elefante azotaron mucho al ermitaño. No contestó nada, no se atrevía a contestar nada. ¡Era tal su verdad! Se fastidiaba a morir. ¡Pero así era! Tenía un deber evidente, una consigna formal indiscutible: permanecer siempre en la capilla para tocar las horas. El elefante lo consideró largo rato en silencio como quien no pierde el más mínimo pensamiento de su interlocutor. Al fin volvió a tomar la palabra:

-Pero, preguntó con aire inocente, ¿por qué razón no tiene usted el derecho de salir de aquí?

-Lo prometí a mi reverendo Padre, mi maestro espiritual, cuando me envió a guardar este reloj-capilla.

-¡Ah!… ¿y hace mucho tiempo de eso?

-Cincuenta años más o menos -contestó Fray Barnabé, después de un rápido cálculo mental.

-Y después de cincuenta años; ¿no ha vuelto nunca más a tener noticias de ese reverendo Padre?

-No, nunca.

-¿Y qué edad tenía él en aquella época?

-Andaría supongo en los ochenta.

-De modo que hoy tendría ciento treinta si no me equivoco. Entonces, mi querido amigo -y aquí el elefante soltó una risa sardónica muy dolorosa al oído-, entonces quiere decir que lo ha olvidado totalmente. A menos que no haya querido burlarse de usted. De todos modos ya está más que libre de su compromiso.

-Pero -objetó el monje-, la disciplina…

-¡Qué disciplina!

-En fin… el reglamento -y mostró el cartel del reglamento que colgaba dentro de la celda. El elefante lo leyó con atención, y:

-¿Quiere que le dé mi opinión sincera?

-La primera parte de este documento no tiene por objeto sino el de asustarlo. La leyenda esencial es: «Tocar las horas de día y de noche», éste es su estricto deber. Basta por lo tanto que se encuentre usted en su puesto en los momentos necesarios. Todos los demás le pertenecen.

-Pero, ¿qué haría en los momentos libres?

-Lo que harás -dijo el animal de ébano cambiando de pronto el tono y hablando en voz clara, autoritaria, avasalladora-, te montarás en mi lomo y te llevaré al otro lado del mundo por países maravillosos que no conoces. Sabes que hay en el armario secreto, al que no abren casi nunca, tesoros sin precio, de los que no puedes hacerte la menor idea: tabaqueras en las cuales Napoleón estornudó, medallas con los bustos de los césares romanos, pescados de jade que conocen todo lo que ocurre en el fondo del océano, un viejo pote de jenjibre vacío pero tan perfumado todavía que casi se embriaga uno al pasar por su lado (y se tienen entonces sueños sorprendentes).

Pero lo más bello de todo es la sopera, la famosa sopera de porcelana de China, la última pieza restante de un servicio estupendo, rarísimo. Está decorada con flores y en el fondo, ¿adivina lo que hay? La reina de Saba en persona, de pie, bajo un parasol flamígero y llevando en el puño su loro profeta.

Es linda, ¡si supieras!, es adorable, ¡cosa de caer de rodillas! y te espera. Soy su elefante fiel que la sigue desde hace tres mil años. Hoy me dijo: «Ve a buscarme el ermitaño del reloj, estoy segura que debe de estar loco por verme».

-La reina de Saba. ¡La reina de Saba! -murmuraba en su fuero interno Fray Barnabé trémulo de emoción-. No puedo disculparme. Es preciso que vaya y en voz alta:

-Sí quiero ir. Pero ¡la hora, la hora! Piense un poco, elefante, ya son las cuatro menos cuarto.

-Nadie se fijará si toca de una vez las cuatro. Así le quedaría libre una hora y cuarto entre éste y el próximo toque. Es tiempo más que suficiente para ir a presentar sus respetos a la reina de Saba.

Entonces, olvidándolo todo, rompiendo con un pasado de cincuenta años de exactitud y de fidelidad, Fray Barnabé tocó febrilmente las cuatro y saltó en el lomo del elefante, quien se lo llevó por el espacio. En algunos segundos se hallaron ante la puerta del armario. Tocó el elefante tres golpes con sus colmillos y la puerta se abrió por obra de encantamiento. Se escurrió entonces con amabilidad maravillosa por entre el dédalo de tabaqueras, medallas, abanicos, pescados de jade y estatuillas y no tardó en desembocar frente a la célebre sopera. 

Volvió a tocar los tres golpes mágicos, la tapa se levantó y nuestro monje pudo entonces ver a la reina de Saba en persona, que de pie en un paisaje de flores ante un trono de oro y pedrerías sonreía con expresión encantadora llevando en su puño el loro profeta.

-Por fin lo veo, mi bello ermitaño -dijo ella-. ¡Ah!, cuánto me alegra su visita; confieso que la deseaba con locura, cuanta vez oía tocar la campana, me decía: ¡qué sonido tan dulce y cristalino! Es una música celestial. Quisiera conocer al campanero, debe ser un hombre de gran habilidad. Acérquese, mi bello ermitaño.

Fray Barnabé obedeció. Estaba radiante en pleno mundo desconocido, milagroso… No sabía qué pensar. ¡Una reina estaba hablándole familiarmente, una reina había deseado verlo!

Y ella seguía:

-Tome, tome esta rosa como recuerdo mío. Si supiera cuánto me aburro aquí. He tratado de distraerme con esta gente que me rodea. Todos me han hecho la corte, quien más, quien menos, pero por fin me cansé. A la tabaquera no le falta gracia; narraba de un modo pasable relatos de guerra o intrigas picarescas, pero no puedo aguantar su mal olor. El pote de jenjibre tiene garbo y cierto encanto, pero me es imposible estar a su lado sin que me asalte un sueño irresistible. Los pescados conocen profundas ciencias, pero no hablan nunca. Sólo el César de oro de la medalla me ha divertido en realidad algunas veces, pero su orgullo acabó por parecerme insoportable. ¿No pretendía llevarme en cautiverio bajo el pretexto de que era yo una reina bárbara? Resolví plantarlo con toda su corona de laurel y su gran nariz de pretencioso, y así fue como quedé sola, sola pensando en usted el campanero lejano que me tocaba en las noches tan linda música. Entonces dije a mi elefante: «anda y tráemelo. Nos distraeremos mutuamente. Le contaré yo mis aventuras, él me contará las suyas». ¿Quiere usted, lindo ermitaño, que le cuente mi vida?

-¡Oh, sí! -suspiró extasiado Fray Barnabé- ¡Debe ser tan hermosa!

Y la reina de Saba comenzó a recordar las aventuras magníficas que había corrido desde la noche aquella en que se había despedido de Salomón hasta el día más cercano en que escoltada por sus esclavos, su parasol, su trono, y sus pájaros se había instalado dentro de la sopera. Había material para llenar varios libros y aún no lo refería todo; iba balanceándose al azar de los recuerdos. Había recorrido África, Asia y las islas de los dos océanos. Un príncipe de la China, caballero en un delfín de jade, había venido a pedir su mano, pero ella lo había rechazado porque proyectaba entonces un viaje al Perú, acompañada de un joven galante, pintado en un abanico, el cual en el instante de embarcarse hacia Citeres, como la viera pasar, cambió de rumbo.

En Arabia había vivido en una corte de magos. Estos, para distraerla, hacían volar ante sus ojos, pájaros encantados, desencadenaban tempestades, terribles en medio de las cuales se alzaban sobre las alas de sus vestiduras, hacían cantar estatuas que yacían enterradas bajo la arena, extraviaban caravanas enteras, encendían espejismos con jardines, palacios y fuentes de agua viva. Pero entre todas, la aventura más extraordinaria era aquella, la ocurrida con el César de oro. Es cierto que repetía: «me ofendió por ser orgulloso». Pero se veía su satisfacción, pues el César aquel era un personaje de mucha consideración.

A veces en medio del relato el pobre monje se atrevía a hacer una tímida interrupción:

-Creo que ya es tiempo de ir a tocar la hora. Permítame que salga.
Pero al punto la reina de Saba, cariñosa, pasaba la mano por la hermosa barba del ermitaño y contestaba riendo: ¡qué malo eres, mi bello Barnabé, estar pensando en la campana cuando una reina de África te hace sus confidencias! y además: es todavía de noche. Nadie va a darse cuenta de la falta.

Y volvía a tomar el hilo de su historia asombrosa.
Cuando la hubo terminado, se dirigió a su huésped y dijo con la más encantadora de sus expresiones:

-Y ahora, mi bello Barnabé, a usted le toca, me parece que nada de mi vida le he ocultado. Es ahora su turno.

Y habiendo hecho sentar a su lado, en su propio trono, al pobre monje deslumbrado, la reina echó hacia atrás la cabeza como quien se dispone a saborear algo exquisito.

Y aquí está el pobre Fray Barnabé que se pone a narrar los episodios de su vida. Contó cómo el padre Anselmo, su superior, lo había llevado un día al reloj-capilla; cómo le encomendó la guardia; cuáles fueron sus emociones de campanero principiante, describió su celda, recitó de cabo a rabo el reglamento que allí encontró escrito; dijo que el único banco en donde podía sentarse era un banco cojo; lo muy duro que resultaba no poder dormir arriba de tres cuartos de hora por la zozobra de no estar despierto para tirar de la cuerda en el momento dado. Es cierto que mientras enunciaba cosas tan miserables, allá en su fuero interno tenía la impresión de que no podían ellas interesar a nadie, pero ya se había lanzado y no podía detenerse, Adivinaba de sobra que lo que de él se esperaba no era el relato de su verdadera vida que carecía en el fondo de sentido, sino otro, el de una existencia hermosa cuyas peripecias variadas y patéticas hubiera improvisado con arte. Pero, ¡ay! carecía por completo de imaginación y quieras que no, había que limitarse a los hechos exactos, es decir, a casi nada.

En un momento dado del relato levantó los ojos que hasta entonces por modestia los había tenido bajos clavados en el suelo, y se dio cuenta de que los esclavos, el loro, todos, todos, hasta la reina, dormían profundamente. Sólo velaba el elefante:

-¡Bravo! -le gritó éste-. Podemos ahora decir que es usted un narrador de primer orden. El mismo pote de jenjibre es nada a su lado.

-¡Oh Dios mío! -imploró Fray Barnabé- ¿se habrá enojado la reina?
-Lo ignoro. Pero lo que sí sé es que debemos regresar. Ya es de día. Tengo justo el tiempo de cargarlo en el lomo y reintegrarlo a la capilla.

Y era cierto. Rápido como un relámpago atravesó nuestro elefante de ébano el comedor y se detuvo ante la capilla. El reloj de la catedral de la ciudad apuntaba justo las ocho. Anhelante, el capuchino corrió a tocar las ocho campanadas y cayó rendido de sueño sin poder más… 

Nadie por fortuna se había dado cuenta de su ausencia.

Pasó el día entero en una ansiedad febril. Cumplía maquinalmente su deber de campanero: pero con el pensamiento no abandonaba un instante la sopera encantada en donde vivía la reina de Saba y se decía: ¿qué me importa aburrirme durante el día, si en las noches el elefante de ébano vendrá a buscarme y me llevará hasta ella? ¡Ah! ¡qué bella vida me espera!

Y desde el caer de la tarde comenzó a esperar impaciente a que llegara el elefante. ¡Pero nada! Las doce, la una, las dos de la madrugada pasaron sin que el real mensajero diera señales de vida. No pudiendo más y diciéndose que sólo se trataría de un olvido, Fray Barnabé se puso en camino. Fue un largo y duro viaje. Tuvo que bajar de la chimenea agarrándose de la tela que la cubría y como dicha tela no llegaba ni con mucho al suelo, fue a tener que saltar desde una altura igual a cinco o seis veces su estatura. Y cruzó a pie la gran pieza tropezándose en la oscuridad con la pata de una mesa, resbalándose por encima de una cucaracha y teniendo luego que luchar con un ratón salvaje que lo mordió cruelmente en una pierna; tardó en pocas palabras unas dos horas para llegar al armario. Imitó allí el procedimiento del elefante con tan gran exactitud que se le abrieron sin dificultad ninguna, primero la puerta, luego la tapa de la sopera. Trémulo de emoción y de alegría se encontró frente a la reina. Ésta se sorprendió muchísimo:

-¿Qué ocurre? -preguntó- ¿qué quiere usted, señor capuchino?

-¿Pero ya no me recuerda? -dijo Fray Barnabé cortadísimo-. Soy el ermitaño del reloj… el que vino ayer…

-¡Ah! ¿Conque es usted el mismo monje de ayer? Pues si quiere que le sea sincera, le daré este consejo: no vuelva más por aquí. Sus historias, francamente, no son interesantes.
Y como el pobre Barnabé no atreviéndose a medir las dimensiones de su infortunio permaneciese inmóvil…
-¿Quiere usted acabarse de ir? -silbó el loro profeta precipitándosele encima y cubriéndolo de picotazos-. Acaban de decirle que está aquí de más. Vamos, márchese y rápido.

Con la muerte en el alma Fray Barnabé volvió a tomar el camino de la chimenea. Andando, andando se decía:

-¡Por haber faltado a mi deber! Debía de antemano haber comprendido que todo esto no era sino una tentación del diablo para hacerme perder los méritos de toda una vida de soledad y de penitencia. ¡Cómo era posible que un desgraciado monje, en sayal, pudiera luchar contra el recuerdo de un emperador romano en el corazón de una reina! Pero… ¡qué linda, que linda era!

Ahora es preciso que olvide. Es preciso que de hoy en adelante no piense más que en mi deber: mi deber es el de tocar la hora. Lo cumpliré sin desfallecimiento, alegremente hasta que la muerte me sorprenda en la extrema vejez.

¡Quiera Dios que nadie se haya dado cuenta de mi fuga! ¡Con tal de que llegue a tiempo! ¡Son las siete y media! Si no llego en punto de ocho ¡estoy perdido! Es el momento en que se despierta la casa y todos comienzan a vivir.

Y el pobre se apresuraba, las piernas ya rendidas. Cuando tuvo que subir agarrándose a las molduras de la chimenea, toda la sangre de su cuerpo parecía zumbarle en los oídos. Llegó arriba medio muerto. ¡Inútil esfuerzo! no llegó a tiempo… Las ocho estaban tocando.

Digo bien: ¡las ocho estaban tocando! ¡Tocando solas, sin él! La puerta del reloj se había abierto de par en par, la cuerda subía y bajaba, lo mismo que si hubieran estado sus manos tirando de ellas; y las ocho campanadas cristalinas sonaban…

Hundido en el estupor el pobre capuchino comprendió. Comprendió que el campanario funcionaba sin él, es decir, que él no había contribuido nunca en nada al juego del mecanismo. 

Comprendió que su trabajo y su sacrificio diario no eran sino de risa, casi, casi un escarnio público. Todo se derrumbaba a la vez: la felicidad que había esperado recibir de la reina de Saba y ese deber futuro que había resuelto cumplir en adelante obediente en su celda. Ese deber no tenía ya objeto. La desesperación negra, inmensa, absoluta penetró en su alma. 

Comprendió entonces que la vida sobrellevada en tales condiciones era imposible.
Entonces rompió en menudos pedazos la rosa que le regalara la reina de Saba, desgarró el reglamento que colgaba en la pared de la celda, y agarrando el extremo de la cuerda que asomaba como de costumbre bajo el techo, aquella misma que tantas, tantas veces habían sus manos tirado tan alegremente, pasósela ahora alrededor del cuello y dando un salto en el vacío, se ahorcó.

UPAEP América '98 Teresa de la Parra / Teresa Carreño



La Unión Postal de las Américas, España y Portugal, UPAEP, mantiene, como algo ya institucional, la emisión de la seria AMERICA, a la que es justo reconocer la muy buena y merecida aceptación que goza entre los habitantes y coleccionistas de los países miembros de la Organización y de los filatelistas del resto del mundo, que han visto con agrado, como, año tras año, los países miembros de la región postal que forman Latinoamérica y la Península Ibérica han efectuado lo que definitivamente es ya, para los amantes del sello postal, una colección temática. Venezuela, a través de su Instituto Postal Telegráfico, IPOSTEL, continúa honrando su compromiso y realiza la décima emisión del tema AMERICA '98, en el marco previamente señalado por la institución: Mujeres nacionales con trascendencia internacional. Para esta oportunidad, el motivo señalado aprobado por la Asamblea de los miembros signatarios de UPAEP ha tenido como fin rendir un muy merecido y justo homenaje a la mujer de nuestros países, por intermedio de la presentación, en sendos sellos postales, de dos de sus más prestigiosas figuras nacionales. Las personalidades seleccionadas en nuestro país, 

Teresa Carreño, considerada como la más grande pianista de su época, y Teresa de la Parra, reconocida como una de las más ilustres escritoras hispanoamericanas, gozan de un reconocimiento universal, pues su trascendencia ha sido causada por las magnificas dotes espirituales que poseyeron y que supieron utilizarlas para volcarlas hacia la humanidad brindando así a todos sus habitantes la belleza espiritual, la única perdurable en el tiempo, a través del mensaje otorgado por dos grandes exponentes del arte: la música y la literatura. 

Una síntesis biográfica de las dos compatriotas que han enaltecido y continúan enalteciendo el gentilicio venezolano es tarea obligada para coadyuvar a la difusión de su conocimiento en el campo filatélico, razón por la cual presentamos el perfil de ambos personajes, pero no sin antes expresar nuestro sincero agradecimiento por su colaboración al doctor Leonardo Asparren, Presidente de la Fundación Teresa Carreño, al ceder un espacio físico en la institución que tan dignamente preside para rendir homenaje a las dos Teresas de Ipostel, y a la señora Velia Bosh, historiadora literaria, magnífica conocedora de la vida y obra de la insigne escritora Teresa de la Parra, por medio del estudio profundo y del apasionamiento derivado del contacto con su grandeza, que no le impide la objetividad en la ejecución de su tarea; por su caluroso aporte literario en nuestro Boletín Informativo, mil gracias. 

TERESA CARREÑO 

Pianista y compositora, hija de Manuel Antonio Carreño y de Clorinda García de Sena y Toro, nace en Caracas el 22 de diciembre de 1853. Inició sus estudios de piano con su padre y los continuó con Julio Hohené. El 25 de noviembre de 1862, cuando todavía no había cumplido nueve años de edad, dió su primer concierto en el Irving Hall de Nueva York. Allí recibió lecciones del famoso pianista norteamericano de origen alemán Louis Moreau Gottschalk. Luego de pasar una temporada en La Habana, Cuba y Estados Unidos, donde tocó en la Casa Blanca para el presidente Abraham Lincoln, se radicó en París en 1866. Allí tocó ante Pedro Roberto José Quidant, Giaocomo Rossini y Franz Liszt, quien propuso darle lecciones si se trasladaba a Roma, pero razones económicas impidieron el viaje. Desde París inició su carrera de concertista que la llevó a visitar todos los países de Europa, Estados Unidos, Australia, Nueva Zelandia y Africa del Sur, ejecutando acompañada de las más famosas orquestas dirigidas por eminentes maestros. 

Su repertoria incluía conciertos de autores clásicos y románticos. En 1873, se casó con el violinista Emial Saurel, pero se divorció en 1875 para casarse, al año siguiente, con el cantante de opera Giovanni Tagliapietra. Fundó con su segundo marido una empresa de conciertos, la "Carreño-Donaldi Operatic Gem Company". A mediados de 1885, volvió a Venezuela, después de una ausencia de 25 años, invitada por el presidente Joaquín Crespo a dar un concierto en Caracas. A comienzos de 1886, Antonio Guzmán Blanco, nuevamente en el ejercicio de la Presidencia de la República, la comisionó para organizar la siguiente temporada de ópera en Caracas. 

Sin embargo, el elenco que logró contratar para tal efecto era mediocre. La sociedad caraqueña, además, había adoptado una actitud de rechazo hacia una mujer que, por más talento que tuviera, era divorciada y vuelta a casar, algo considerado entonces como un escándalo; fueron boicoteadas las óperas presentadas y la temporada resultó un fracaso. De regreso a Europa, se desempeñó como solista de la Orquesta Filarmónica de Berlín. En esta ciudad, donde había fijado su residencia, ya divorciada de su segundo marido, conoce al pianista Eugene D'Albert con quién se casó el 27 de julio de 1892, divorciándose luego por tercera vez en 1895. Finalmente, en 1902, se casa por cuarta y última vez con su antiguo cuñado, Arturo Tagliapietra. Al estallar la Primera Guerra Mundial, inició una gira por España, y luego, por Cuba y Estados Unidos donde falleció el 12 de junio de 1917 en la ciudad de Nueva York, víctima de un agotamiento general debido a los largos años de excesivo trabajo. Fue considerada como la más grande pianista de su época. 

Entre sus obras como compositora se recuerdan: Himno a Bolívar, Saludo a Caracas; el vals A Teresita, dedicado a su hija; el Cuarteto para cuerdas en si bemol y el Bal en reve Opus 26. Sus cenizas fueron traídas a Venezuela en 1938 y desde 1977 reposan en el Panteón Nacional. El principal complejo cultural de Caracas, inaugurado en 1983, lleva su nombre. 

TERESA DE LA PARRA 

Ana teresa Parra Sanojo, venezolana, nació en París el 5 de octubre de 1889 y falleció en Madrid el 23 de abril de 1936, con el deseo de "...comer una poquita de tierra venezolana". Llegó a los lectores de habla hispana sus excelentes textos narrativos: IFIGENIA, LAS MEMORIAS DE MAMA BLANCA, su delicado y trágico epistolario, los tres primeros cuentos fantásticos de nuestra literatura venezolana, su singular cuento LA MAMA X, un EPISTOLARIO y ciertas inéditas cartas, recados y reflexiones íntimas. De sus contemporáneos recibió, afectos verdaderos y amistades peligrosas, envidias, amor, admiración, premios y lógicas desilusiones. Uno de los mayores reconocimientos póstumos la honra con su presencia en el Panteón Nacional, al lado del Libertador. 

En los acordes trágicos de sus últimos sueños quedó la biografía íntima de Bolívar amante que no logró concluir. Desde el sanatorio para tuberculosos, escribe a Lecuna: "... Que hombre tan grande! Todo cuanto se diga de él es poco. A medida que lo conozco, voy reconociendo lo atrevido de mi proyecto y me asusto y me apoco". Basta observar su perfil lánguido y perfecto, el corte a la "garconne", el tono "guerlain" en sus labios juntos y el zarcillo de perlas que se asoma por el fino perfil izquierdo para situar la pose en los locos años veinte. Principio del siglo que despedimos. Bien vale la pena perpetuarla en una estampilla de correos, viajeras ambas y afectas a los secretos. 

El honor le ha llegado de manos del INSTITUTO POSTAL TELEGRÁFICO DE VENEZUELA, IPOSTEL. Honra que honra. ¿Quién, entre las escritoras venezolanas ha cultivado el género epistolar con esa lengua elegante y ácida, a ratos nostálgica y más aún, con ese disimulado tono de confidencia amena o secreto apenas en roce con la celosía... la celosía que escucha a media, atisba secretos, vislumbra y seduce, quién? Amar un genero y aborrecerlo, he allí el conflicto. Escribía Teresa a su enamorado, el escritor ecuatoriano Gonzalo Zalzumbide: "Este impulso de romper las cartas antes de recibir la tuya acabó con el dilema: ya no hay caso de devolvértelas como me pides (...) Cuando recibí las que me mandaste de Berna, las rompí sin leerlas casi." Y es que únicamente a ella, en nuestra literatura venezolana, puede considerársela como la autora del más extenso e intenso epistolario. 

Bien decía el diplomático y novelista portugués Eca de Queiroz: "una correspondencia revela mejor que una obra, la individualidad (...) las costumbres, los modos de sentir, los gustos, el pensamiento contemporáneo y ambiente, enriquece siempre el tesoro de la documentación histórica". No en vano sus cartas a Rafel Carías, cincuenta y una, desde marzo de 1924 hasta abril de a927, según Mariano Picón Salas son "... la más fina sonata con su allegro, su scherzo tempestuoso, sus instantes de nocturna melancolía chopiniana, su elegía de vida breve en lúcida marcha hacia la muerte, se parece a un memorial de confidencias". Y, en cuanto, a los sellos postales, que yo presupongo una joya para los coleccionistas, corresponden a la errancia de nuestra admirable Teresa errancia humana y literaria por París, Bellerive, Jean-les-Pins, Habana, Ginebra, Vevey, Corseaux, Villarsur Chamby, Leysin y Vevey. 

En 1951, la para entonces prestigiosa editorial Cruz del Sur puso en nuestras manos adolescentes el volumen de discreta y fina diagramación, de TERESA DE LA PARRA, CARTAS, que contienen treinta y seis aproximaciones al mundo íntimo de nuestra escritora desde 1930 hasta 1935, cuyos destinatarios prestigian en sí mismos el contenido: Don Vicente Lecuna, Luisa Zea Uribe y Rafael Carías. Su fino compilador prologuista es otro imprescindible, como otra imprescindible, nuestra escritora. El epistolario dirigido a Zaldumbide abarca desde 1924 hasta 1935, sesenta y siete en total, de las localizadas hasta hoy, desde Caracas, Maracay, San Juan de la Luz, Fuenfría, Cercedilla, Madrid y París. Sesenta y siete, casualmente, enviadas a su amiga cubana Lydia cabrera, desde 1927 hasta 1935. 

Un año antes de morir cuando sometida a absurdas operaciones de un pulmón, dejó de cultivar el género epistolar y abandonó el proyecto de la biografía de Bolívar. ¿Cuantas veces una correspondencia es burlada por su remitente? ¿Cuantas por su destinatario? Zalzumbide alerta a Teresa: "Si llegas a Caracas te telegrafiaré firmando Guadalupe, como si fuera una amiga. Y si tú temes que el telégrafo de allá al ver mi nombre en la dirección sospecha que eres tú quien lo manda, dirígemelos a nombre de Pacífica Chiriboga. Es Pacífico, pero no importa". Así llegaban los mensajes desde marzo a octubre de 1928, a Quito, San Luis de Los Chillos, París y La Baule. ¿No es éste un signo de correspondencia y relaciones peligrosas, para la época? Tal vez, si la muerte no se hubiera permitido un acecho tan pronto y cruel. En 1981 recibí un brevísimo folleto de Lydia Cabrera: SIETE CARTAS DE GABRIELA MISTRAL A LIDIA CABRERA. 

En un breve párrafo de la impredecible y contundente escritora chilena, se lee: "Yo no sabía, aunque creyese saberlo cuanto y cuanto quería a Teresa, hasta donde era ella criatura entrañable mía, un poco mi orgullo, otro mi delicia, otro mi ternura. Había llegado a ser tan perfecta que la memoria de ella que me ha dejado es algo cristalino si no fuese a la vez vital, es algo como la presencia de un ángel, constante, tibia y ligera".