Ana Teresa Parra Sanojo; París, 1889 - Madrid, 1936)
Escritora venezolana considerada, junto a Rómulo Gallegos, la novelista más
importante de la primera mitad del siglo XX
en su país. Su padre, Rafael Parra
Hernáiz, era cónsul de Venezuela en Berlín; su madre, Isabel Sanojo Ezpelosín
de Parra, descendía de una rancia familia de la sociedad caraqueña.
"Tanto
mi madre como mi abuela pertenecían por su mentalidad y sus costumbres a los
restos de la vieja sociedad colonial de Caracas", escribía Teresa de la Parra
en 1931, en una breve reseña autobiográfica.
En esa misma reseña declaraba haber nacido en Venezuela, y
aunque París dista nueve mil kilómetros de Caracas, apenas puede decirse que
mintiera, ya que la infancia de Ana Teresa transcurrió cerca de la capital
venezolana, en la hacienda familiar de Tazón. Poco después de morir su padre,
en 1900, se trasladó con su madre y hermanos a España, y en 1902 ingresó en el
valenciano internado del Colegio del Sagrado Corazón de Godella.
Estos años formativos, los de su infancia y adolescencia,
dejaron una profunda huella en la escritora: los recuerdos de Tazón darían vida
a la hacienda Piedra Azul de Las memorias de Mamá Blanca (1929), y el internado
se convertiría en el marco formativo de María Eugenia Alonso, la heroína de
Ifigenia.
La carrera literaria de Teresa de la Parra presenta tres
momentos claramente diferenciados. Sus primeras incursiones fueron unos breves
cuentos, de tema fantasioso más que fantástico y tintes vagamente
orientalizantes, y el diario apócrifo "de una caraqueña por el Lejano
Oriente", publicado en la revista Actualidades, que dirigía Rómulo
Gallegos.
El relato MamáX, que le valió en 1922 el premio literario de
un diario de Ciudad Bolívar, pasó luego a formar parte de una narración más
extensa, el Diario de una señorita que se fastidiaba (matriz narrativa de
Ifigenia) publicado ese mismo año en revista La lectura semanal, que dirigía
por José Rafael Pocaterra. Posteriormente, Teresa de la Parra recordaría ese
año de 1922 como el del inicio de su verdadera vocación de escritora.
Esta vocación dio sus frutos en París, ciudad donde fijó su
residencia en 1923. Allí verían la luz sus dos novelas: en 1924 Ifigenia,
traducida al francés por Francis Marmande y elogiada por Miguel de Unamuno y
Juan Ramón Jiménez. En ella se narran las vicisitudes de la heredera de una
familia acomodada caraqueña venida a menos y se explora, por primera vez en la
narrativa venezolana, el mundo y la sensibilidad de una mujer. En la segunda,
Las memorias de Mamá Blanca (1929), hallamos una crónica familiar que rescata y
recrea, con una sencillez que no elude la maestría narrativa, las voces y el
habla venezolanas de su época, a la vez que evoca con lucidez un mundo para
siempre perdido: el de la aristocracia criolla.
En París llevó el género de vida que convenía a una señorita
de la buena sociedad caraqueña: asistir a recepciones en embajadas y frecuentar
a escritores hispanoamericanos. Inició entonces con el diplomático y escritor
ecuatoriano Gonzalo Zaldumbide una amistad, amorosa primero, después entrañable
y fraternal, que ha quedado documentada en un nutrido epistolario.
Esta segunda etapa, la de la asunción plena de su vocación,
fue también la de su otra gran amistad, amorosa y sororal, con la escritora
cubana Lidya Cabrera, a quien conoció en 1927 durante un viaje a Cuba en el que
representó a Venezuela en la Conferencia Interamericana de Periodistas y
disertó sobre "La influencia oculta de las mujeres en el Continente y en
la vida de Bolívar".
Cabrera la acompañó hasta el último momento durante su
dolorosa peregrinación por sanatorios suizos y españoles, en busca de la
imposible curación de su tuberculosis. La enfermedad, cuyos primeros síntomas
se manifestaron en 1931, modificó de raíz su personalidad y su vida. Con
respecto a su obra, sería más acertado decir que la enfermedad agravó cierto
giro que la autora había comenzado a dar desde su ciclo de conferencias del año
anterior. "Acomodar las palabras a la vida, renunciando a sí mismo, sin
moda, sin pretensiones de éxito personales, es lo único que me atrae por el
momento", escribía en 1930 al historiador venezolano Vicente Lecuna.
Surgió entonces el proyecto, que no alcanzó a realizar, de
escribir una "biografía íntima" de Simón Bolívar que evitara las
facilidades de la novela histórica, que Teresa decía detestar. Salvando las
distancias entre autores tan disímiles, puede decirse que Teresa de la Parra
fue la primera en concebir una idea que ejecutarían, en muy distintos
registros, Álvaro Mutis en su cuento El último rostro y García Márquez en El
general en su laberinto.
Hasta su muerte en 1936, Teresa de la Parra no dio nada más
a la imprenta. Sus escritos inéditos, sin embargo, tienen el peso y la
importancia de su obra editada. Su epistolario, sobre todo, es un monumento de
madurez reflexiva y un impecable ejercicio de diálogo amoroso y amistoso. En
1947 sus restos fueron trasladados a Caracas e inhumados en el Cementerio
General del Sur. El 7 de noviembre de 1989 fueron sepultados en el Panteón
Nacional, convirtiéndose en la primera mujer venezolana en penetrar en este
mausoleo.
Ifigenia
Brillante mezcla de diario y novela epistolar, Ifigenia
plantea el drama de una joven mujer de buena familia venida a menos, en medio
de una sociedad que no le permite expresar sus ideas ni elegir su destino, y el
desengaño estoico con el que su heroína, especie de Emma Bovary caraqueña,
acaba asumiendo otro que le viene impuesto por su entorno y circunstancias.
No es sólo la gracia, vivacidad y animación del estilo en
que está escrita (a Teresa de la Parra merece llamársela uno de los clásicos de
la joven literatura venezolana) lo que la ha hecho tan popular, sino el
conflicto que plantea. Ifigenia quiere expresar el choque entre las antiguas formas
de vicia de la aristocracia criolla y la emergencia de nuevas fuerzas
económicas y sociales. La tragedia se personifica en María Eugenia Alonso, una
hermosa muchacha de la sociedad de Caracas que, después de haber estudiado en
Europa, vuelve a Venezuela a sufrir la pobreza disimulada y el enclaustramiento
convencional que le impone su rigurosa y muy puritana familia. Ella quisiera
liberarse por el trabajo y la cultura, pero le acosan los intolerantes jefes de
la tribu. Muchas mujeres venezolanas del pasado vivieron así, en resignación y
sin protesta, y así ha de vivir la protagonista de la novela, comparada
simbólicamente con la heroína griega del título.
Con arte admirable, la novela interpreta el mundo desde un
ángulo completamente femenino y narra desde él, con ironía y agudeza, la vieja
querella de los sexos. La popularidad de Ifigenia se mantiene por la veracidad
e ingenio (que no excluye el patetismo) con que describe el problema de la
mujer venezolana a comienzos del siglo XX. Al alto mérito literario de la obra
se añade el de expresar un momento de crisis y cambio en la sociedad criolla.
Desde este punto de vista histórico, vale la pena comparar otras soluciones y
análisis del problema femenino en novelistas venezolanos posteriores a Teresa de
la Parra, como Trina Larralde, en su novela Guataro (1937), y Antonia Palacios
en su libro Ana Isabel, una niña decente (1950).
Las memorias de Mamá Blanca
Inspirándose en recuerdos personales y en las vicisitudes de
su propia familia, vividos largamente en una extensa y patriarcal
"hacienda" venezolana antes de establecerse en Caracas, Teresa de la
Parra teje en Las memorias de Mamá Blanca una elegía del mundo encantado de la
infancia que, semejante al paraíso antes del pecado, está satisfecho de sí
mismo, porque ignora aquello que existe más allá de sus propios y dichosos
confines.
Las refinadas cualidades de la autora se revelan por su
conciencia literaria, sutil y omnipresente, que transfigura y llena de símbolos
a sus más sencillos personajes: Blanca Nieves, la protagonista, llamada por
burla de sus hermanas "boca abierta", es soñadora y
"poeta", habiendo heredado de su madre un estupor atónito y un romántico
desdén frente a la realidad, estupor y desdén que aparecen en ella teñidos de
un pudor más íntimo y trepidante. Lo contrario de Blanca es Evelyn, la nodriza
mulata, con algo de sangre anglosajona en sus venas, que representa el espíritu
positivo y emprendedor y no deja de tener discípulos entre las mismas hermanas
de Blanca.
Revestidos de una simbología literaria, a veces velada de
ironía, y sobre un fondo, en cierto modo alegórico, del Edén de la infancia, se
mueven los personajes principales, a los cuales la autora añade otros como
concesión a cierto gusto por la galería de tipos destinados a presentar una
visión sintética de la sociedad campesina venezolana a finales del siglo XIX:
el primo Juancho, tipo del político utopista, docto y distraído, amable y
anglófilo hasta la locura, el viejo jardinero Vicente Cochocho, que vive
"con la serena confianza de los vegetales y de los dioses" en una
intacta y homérica sabiduría, el vaquero Daniel, poeta popular de gusto
romántico a juzgar por los nombres dados a las bestias que tiene a su cuidado.
La serie de estos personajes, que a veces parece disolverse
en el gusto autónomo por el esbozo, se conserva sólidamente, junto con el tenue
pero resistente hilo de la memoria, por la emoción evocadora, que unifica en
una atmósfera de mágico realismo los datos esparcidos del recuerdo. Pero Blanca
tiene, de acuerdo con su nombre, todos los cabellos blancos y en este momento
todo su mundo infantil y remoto constituye una conquista duradera y, al mismo
tiempo, una pérdida irreparable. Ya que (y esta es la sustancia de toda la
historia) "debemos conservar los recuerdos en nuestro interior, sin volver
nunca a posarlos imprudentemente sobre cosas y personas que mudan con los
cambios de la vida".
La obra de Teresa de la Parra
Teresa de la Parra fue la primera escritora venezolana que
obtuvo reconocimiento crítico fuera de su país. Sus dos novelas tuvieron una
amplia difusión en Francia, España e Hispanoamérica inmediatamente después de
su publicación en los años veinte, y la autora recibió el homenaje de Miguel de
Unamuno y Juan Ramón Jiménez. El filósofo vasco le envió una serie de
pormenorizadas anotaciones a su novela Ifigenia, y uno de sus agudos
comentarios hace referencia al tema del espejo, recurrente en esta obra:
"Como uno se olvida de sí mismo, Teresa, desdoblándose y vaciándose, es a
fuerza de mirarse en el espejo". El poeta de Moguer redactó una honda nota
obituaria, que publicó El Sol de Madrid un mes después de la muerte de la
escritora, acaecida en 1936 en el sanatorio de Fuenfría, en la sierra de
Guadarrama, tres meses antes de estallar la guerra civil española.
Cuando el mundo literario español comenzó a levantar cabeza,
tras el largo túnel del franquismo, los españoles que admiraron a la venezolana
habían desaparecido de escena. Además, el estruendoso boom latinoamericano
impuso rápidamente otros nombres y novedades.
En Venezuela, la suerte póstuma de su obra no fue más
propicia. El año de la muerte de Teresa de la Parra fue también el de la
liquidación del gomecismo en Venezuela. El país despertaba de casi tres décadas
de una dictadura que lo había mantenido en un aislamiento casi total del resto
del mundo. En pocos años Venezuela dejaría de ser "la enorme
hacienda" de Gómez para iniciar una frenética transformación de sus
instituciones políticas y estructuras económicas y sociales.
Para los venezolanos que repudiaron el gomecismo, la figura
y la obra de Teresa de la Parra poco o nada se avenían a las exigencias del
momento. Sus dos novelas, así como el ciclo de conferencias que sobre "La
importancia de la mujer americana durante la Colonia, la Conquista y la Independencia"
dictó en Bogotá y Barranquilla en 1931, dejaban la imagen de una escritora que
miraba hacia atrás y recreaba en su obra comportamientos y códigos sociales que
muchos venezolanos de entonces asociaban con el provincianismo y atraso que
querían superar.
A estas circunstancias, y al hecho de que fuera considerada
durante largos años como la afrancesada autora de obritas menores, se sumó la
lluvia de anatemas que desató entre los críticos venezolanos más conservadores
su primera novela, Ifigenia (1924), la cual, según contaba la misma autora, fue
calificada de "volteriana, pérfida y peligrosísima en manos de las
señoritas contemporáneas".
Si algo caracteriza a la escritura de Teresa de la Parra es
su limpidez y transparencia. Su narrativa, que nace en el momento álgido de la
modernidad literaria, se señala por su rechazo de la experimentación formal y
lingüística. Ella misma admitía, sin trazo de pudor o arrogancia, que el arte
de su época (el cubismo o el dadaísmo, que había conocido en sus años
parisinos) no le decía absolutamente nada.
Ajena a la modernidad, su obra es una puerta abierta hacia
el pasado. Pero no al ominoso pasado de los historiadores, cargado de
heroicidades sangrientas, sino a su cuerpo y voz vivos, a los relatos, anécdotas
y cuentos familiares. Su bisabuela había sido realista; su tía, Teresa
Soublette, descendía de uno de los próceres de la Independencia; su mejor
amiga, Emilia Ibarra, de un edecán de Bolívar. La historia de Venezuela no era
para Teresa de la Parra la descarnada relación de los manuales sino una memoria
viva; si aquélla era asunto de hombres, ésta vivía y se transmitía de abuela a
madre y de madre a hija. Su feminismo, que ella misma calificaba de
"moderado", se nutría de estas fuentes. A diferencia de Rómulo
Gallegos, lo criollo y americano de su obra no es un axioma más en la
demostración de una tesis, sino la asunción plena de una tradición vivida que
encarna en una lengua y unas formas.
Fuente:http://www.luiseaguilera.cl/index.php/ultimas-noticias/1022-teresa-de-la-parra-escritora-venezolana-contempor%C3%A1nea-de-gabriela-mistral.html
Fuente:http://www.luiseaguilera.cl/index.php/ultimas-noticias/1022-teresa-de-la-parra-escritora-venezolana-contempor%C3%A1nea-de-gabriela-mistral.html
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