A don Miguel de Unamuno
Es a usted, mi estimado amigo y maestro, a quien debo, más
que a nadie, la satisfacción íntima y serena, depurada de toda vanidad, de
haber escrito un libro.
Cuando lo conocí y le dediqué mi novela en el almuerzo
literario de hace algunas semanas, pensé que no iba usted a leer ni una de sus
520 páginas. Es verdad que con acento austero y patriarcal de abuelo vasco,
había demostrado interesarse muy vivamente por su raza española de más allá del
mar. Habló de ella con pasión, como si hablara de su propia ascendencia,
«verdadera resurrección de la carne» explicó usted. Pero también es cierto que
luego, con el mismo acento austero de abuelo vasco, y con aire además muy
despectivo, habló de las personas superficiales, de las mujeres cuya única
ocupación es el vestir, y de todos aquellos que confunden lamentablemente el
modernismo o moda con la verdadera elegancia: la escultórica, la que reside en
el ademán y en el esqueleto, como la del Esopo de Velásquez en sus harapos, o
como la de Ulises al presentarse desnudo ante Nausícaa. Deduje que mal podía
encontrar gracia ante sus ojos una novela, cuyo órgano directo de expresión,
como el teclado en un piano, era casi todo el tiempo la preocupación de la
elegancia, no la escultórica, sino la otra, la de la equivocación lamentable,
la del modernismo o moda. Y me fui convencida de que novela y autora habían de
parecerles igualmente triviales e indignas de atención.
Grandísima fue mi sorpresa el otro día, cuando al entrar en
un recinto oí que hablaba usted de Ifigenia ante numeroso auditorio: ¡Ya estaba
leído! ¡Y con lujo de pormenores anotado! La analizaba usted detalle por
detalle, sin entusiasmos ni elogios, sino con esa paciente curiosidad con que
examina el naturalista un insecto del campo o la flor silvestre que por primera
vez ha llamado su atención. Mi presencia no alteró ni un ápice el hilo de su
conversación, y siguió detallando el libro como si entre la autora y la recién
llegada no existiese el menor lazo común. Yo sentí al instante el milagro del
desdoblamiento, me hice también auditorio, y por primera vez, encantada, libre
de censura y de elogios directos, sin asomos de vanidad, tuve la sensación
noble y reconfortante de «haber escrito».
Quiero darle las gracias por el milagro de desdoblamiento,
quiero dárselas por el juicio escrito, pero quiero dárselas sobre todo por
estas 4 páginas que recibí anteayer, apretadas notas, hechas con lápiz al calor
de la lectura. ¡Cuántas son y qué llenas están de vida!
Los elogios son sobrios, sólo dicen indicando página y
párrafo «Bien», «Muy bien» y algunas veces «¡Muy bien!», sin dar razones lo
cual es una forma de generosidad, porque mi imaginación puede elegir lo que más
le agrade, ¡y en ratos de fecundo optimismo, forjarlas y elegirlas todas!
Las objeciones son mucho menos lacónicas. Como algunas de
ellas terminan en un punto de interrogación, me persiguen sin cesar con su voz
de pregunta. Yo quisiera acallarlas, pero ellas no se avienen al silencio.
Necesito pues contestar algunas de las que tengan a mi entender contestación, o
sea defensa, porque hay otras, lo confieso, que al igual de la Esfinge, ¡se
quedarán interrogando eternamente!
Copio pues las escogidas, bajo el párrafo aludido, y con el
número correspondiente de la página tal cual usted lo ha hecho, voy
contestando:
Pág. 52 y 53... «tiene para todas las criaturas la dulce
piedad fraternal de San Francisco de Asís»... Yo no creo que la piedad de
Gregoria fuese precisamente franciscana, ¿o es que se refiere usted entonces a
ese San Francisco elegantizado por una leyenda turbia? Me es difícil saber cuál
es mi San Francisco, don Miguel ¡he visto pasar tantos! Al primero lo recuerdo
entre las nieblas sonrosadas y confusas de mi primera infancia, cuando aún no
sabía leer. Lo conocí en una oleografía presidiendo la hospitalidad de cierta
casa amiga, sobre el portón cerrado del zaguán o vestíbulo, tal cual
acostumbraba hacerse allá en Caracas. Era como el portero complaciente y mudo
de aquella casa. Yo solía contemplarlo a mi sabor mientras venían a abrir. Lo representaba
la oleografía, abrazando al Crucificado, con los estigmas que despedían cinco
rayos y el globo del mundo bajo sus pies. Este primer San Francisco portero, si
bien me entretuvo a ratos, no encendió jamás mi cariño ni mi admiración. Tal
vez porque mis ojos recién abiertos a la vida juzgaban a las personas según las
apariencias, y aquel pobre capuchino de sandalias y cerquillo, tan semejante a
cualquier contemporáneo, tan inferior al dulce Crucificado, no podía evocar el
prestigio del pasado ni el esplendor augusto del cielo. Desde entonces, han
seguido desfilando ante mi vista diversos San Franciscos, en cuadros,
esculturas, sermones y versos decadentes, hasta conocerlo por fin, descrito por
Jörgensen y por la Pardo Bazán. Estos dos autores despertaron definitivamente
mi admiración y mi ternura por el santo tal cual si le hubiera visto en su
dulce andar sobre la tierra hablando y sonriendo. ¿Será éste por fin el
verdadero?... Confieso que no he leído aún el San Francisco de Sabatier y que
no conozco el texto entero de «Las Florecillas». En todo caso, el San Francisco
a que aludo en mi novela es aquel suave y descalzo hermano de todo cuanto
existe; el que llegó a cantar a «la hermana muerte», el que a fuerza de amar
toda pobreza, amó en el Hermano Junípero la miseria fragante de su
inteligencia, y el que de haber conocido a mi vieja lavandera, pobre, negra y
fea, en vista de la humildad alegre de su espíritu, no hubiese titubeado en
llamarla también: «Hermana Gregoria».
Pág. 111... «abuso y soberbia de la inteligencia...» ¿Y qué
me dice usted del abuso y soberbia de la tontería?
Pero es que «Tío Pancho» no parangona aquí la inteligencia
con la tontería, sino que la parangona con las luces naturales del instinto a
los que juzga superiores y mucho más amables. Yo considero que la tontería no
es ininteligencia, sino debilidad de inteligencia, con desorden comunicativo en
las ideas y gran facilidad de palabra para manifestarlo. Me parece como usted
que el tonto es con frecuencia más funesto que el torpe, y creo que ambos son
más incómodos que el bruto con lo cual vuelvo a caer en las mismas ideas que
expresaba Tío Pancho.
Pág. 113... «La gran armonía del Universo basada en la
resignación —562→ completa de las víctimas...» ¿Y esa
resignación no es a veces el divino desprecio hacia el tirano?
-¡Cierto! Yo también pienso que en toda resignación y en
todo sacrificio hay un divino desprecio hacia alguien o hacia algo, un divino
desprecio inactivo, que no pide venganza ni espera justicia, y que duerme
tranquilo con el dulce sueño de la serenidad.
Pág. 47 «...Las monjas acaban por olvidarse de sí mismas a
fuerza de no mirarse (bella expresión) en los espejos...» Como uno se olvida de
sí mismo, Teresa, desdoblándose y vaciándose, es a fuerza de mirarse en el
espejo. ¿El espejo nos da acaso nuestro fondo?
-No. Pero recuerdo que María Eugenia Alonso no hablaba aquí
del alma. Hablaba del rostro de la apariencia exterior. Era la belleza física
de su amiga Mercedes Galindo, a la que ella aludía. Y de ésa, con sus caprichosas
alternativas y dolorosas decadencias, sólo nos habla el espejo, o las
espontáneas manifestaciones ajenas que también vienen de otro espejo: los ojos.
Pág. 149. «...la mentira, dulce hermana de paz...» ¿La
verdad, entonces, hermana de la guerra?
-¡Sí; sí; yo creo mil veces que sí, aunque usted no lo
apruebe! Perdóneme esta insubordinación agravada y aparente cinismo. Pero los
que tenemos el espíritu orientado hacia la verdad, no tanto por virtud, como
por un natural indolente, distraído o falto de imaginación, conocemos las
amarguras de guerras encendidas, por verdades imprudentes que podíamos muy bien
haber dejado dormir en la penumbra. Esto desde el punto de vista de egoísmo o
conveniencia. Desde otro punto de vista, el de la piedad y altruismo, considero
que la verdad, desencadenada en nuestra boca, puede producir heridas tan
dolorosas, crueles e inútiles como las que producen fusiles y cañones en tiempo
de guerra. Creo en suma, que si al conocimiento de la verdad debemos algunos
instantes de exaltada satisfacción, es el de su perpetua ignorancia quien nos
concede en cambio el feliz aprecio de nosotros mismos y la cordial consecuencia
que de ello resulta: estar siempre de acuerdo con nuestra propia persona y con
todas aquellas otras que acompañándonos en la vida nos la siembran de flores,
porque también aprendieron a venerar, discreta y bondadosamente, dicha afable
ignorancia.
Pág. 259... «¿Por qué no publica usted más versos?»
-Porque sólo he hecho en toda mi vida, a costa de mucho
esfuerzo, dos o tres poesías que juzgo bastante mediocres. Yo creo que en el
fondo de casi toda poesía lírica, hay un impudor de alma que se desnuda, y el
impudor necesita gran pureza de forma, a fin de no exponerse a ser reprochable
o a ser cómico.
Pág... «...el único objeto de la fe es la esperanza... La
aparente irreligiosidad de la pobre señorita que escribió porque se fastidiaba,
es una forma de religiosidad y nada me extrañaría que María Eugenia Alonso
acabara en devota, ya que no en mística, y mucho menos en asceta. Su verdadera —563→
tragedia está expresada allí, en su sed de inmortalidad, si no en el
sentido católico y judaico, en el otro en que ya le he hablado: el helénico y
platónico. ¿Es por eso por lo que escribió y no por fastidio? ¿Por qué no
escribió usted «hastío» que es más castellano y más enérgico?
-El título primitivo de mi novela era: Ifigenia, y como
subtítulo: «Diario de una señorita que se aburre». Antes de terminar el libro,
se publicaron unos fragmentos encabezados tan sólo con el subtítulo. Debía anunciarse
la aparición de los fragmentos, y para ello, antes de remitir mi manuscrito, di
el título de viva voz para el anuncio. Publicaron por error: que «se fastidia»
en lugar de que «se aburre», y yo no corregí, en parte por inercia o acuerdo
con lo va establecido, en parte también porque la substitución me advertía que
si la palabra «fastidio» era menos precisa, resultaba en cambio más espontánea
o natural dentro del léxico venezolano. La acepté pues como un venezolanismo, y
corregí el libro de acuerdo con el nuevo título. No creía entonces que mi
novela fuese más allá de Venezuela. Pero estoy muy de acuerdo con usted: en
español de España, en castellano, la palabra «fastidio» que tiene otras
acepciones no expresa de una manera precisa la idea del hastío. Muchísimo me
complace el comprobar que prescindiendo de tantas otras, es ésta la única
objeción que me hace usted, en cuanto a léxico ¡ésta misma que mi oído me
advirtió muy a tiempo! Y digo mi oído, don Miguel, porque es en él donde la
analogía, la sintaxis, la retórica, el diccionario de galicismos, y aun el de
la Academia, han tejido al azar su caprichoso nido, sin colaboración ninguna de
mi parte, tal cual las aves del cielo y como Dios les ha dado a entender. Desde
allí promulgan leyes que yo no me esfuerzo en recopilar: y que un travieso
espíritu tan propicio a las artes como rebelde a las ciencias me obliga de
continuo a obedecer. Yo escucho atolondradamente sus locas insinuaciones, con
ellas por todo bagaje me voy a escribir y me consuelo de tal pobreza pensando
que esa agradable virtud la de humillar así la inteligencia, que su soberbia
puede expiarse con terrible pena de pedantería, y es servidumbre caer bajo su
dictadura, ya que nunca fue ella, sino nuestra madre la necesidad y nuestro
buen hermano el uso, los autores de toda gracia y toda naturalidad...
...«Y ahora un consejo: no se preocupe de lo que digan, ni
dejen de decir de su libro; recójase en sí; tire el espejo, Teresa...»
-¡Recogerse en sí! No sabe qué de acuerdo estoy con ese paternal consejo, que
me he dado a mí misma tantas veces, sin obtener como resultado sino la
tristeza, el remordimiento y la humillación de no haberlo seguido nunca. Y si
como usted tanto aprecio el recogimiento, no es porque el trato con mi propia
persona me parezca especialmente interesante, sino porque es en la soledad del
alma donde suelen visitarnos, con sus rostros más amables y sonrientes, las
imágenes de nuestros semejantes. Allí entablan alegres y amenísimas tertulias
en donde las palabras corren libremente, sin que las emponzoñe el deseo de
brillar ni las cohíba el temor de resultar indiscretas. En cuanto al espejo,
créame, el culto diario que le rindo por rutina y sin asomos de fe, está —564→
cruelmente castigado por aquella aridez espiritual de que hablan los
místicos: ausencia de la divina gracia por tibieza en el fervor. Creo que el
espejo, no solamente nos vacía o nos desdobla como usted bien dice, sino que
nos multiplica además hasta lo infinito en partículas tan insignificantes, que
las vamos perdiendo como alfileres, por salones, dancings y casinos, sin que
nos sea posible volver a encontrarlas nunca. Prueba de mi poco fervor al
espejo, don Miguel, es que muchas, muchas veces, mirando desfilar maniquíes en
las exposiciones de las casas de moda, mientras mis pobres se entornan,
agobiados por todas las zozobras de la indecisión y de los precios
inabordables, sorprendo de pronto a mi espíritu, que furtivamente, sin más
traje que sus dos alas de nostalgia, se ha ido volando, camino de aquella otra
exposición que usted conoce muy bien: la que se extiende a orillas del Sena
desde el Quai de la Tournelle, al Quai d'Orsay, la que bajo el cielo, la lluvia
y el sol, abre a todos los ojos sus generosos cajones, la tan amable de
aspectos como afable de precio: la exposición de libreros de lance ¡vieja amiga
llena de regalos y de ricas sorpresas a quien siempre tengo presente y a quien
nunca voy a ver!... No, yo no hubiera inventado el espejo. Si como Narciso me
ahogo todos los días en su insípida atracción, no es por convencimiento,
créalo; es por arraigada tontería, por obstinado espíritu de asociación, por
inercia de hoja seca, que corre, salta y se destroza sobre la corriente con
apariencia de inmenso regocijo; es, en una palabra, por esta cómoda mentalidad de
carnero que nos conduce por la vida a hombres y a mujeres, en plácidos y
apretadísimos rebaños. De todo lo cual deduzco que no debemos engreírnos ni
despreciarnos demasiado por nuestras propias acciones, ya que como opinaba el
buen abate Coignard: viles o nobles no son enteramente nuestras, las recibimos
de todas las manos y casi nunca las merecemos.
Esperando que tendré el gusto de verlo pasado mañana, y que
sabré entonces lo que piensa de esta última herejía lo saludo con todo mi
cariño, y mi gran devoción.
Teresa de la Parra
No hay comentarios:
Publicar un comentario