Vistas de página en total

viernes, 27 de septiembre de 2013

De Ana Teresa A Ana Teresa: Teresa de la Parra, paradigma de un siglo.




Magister en literatura Latinoamericana y doctora en letras, Venezuela. luzmarina.rivas@gmail.com

Fecha de recepción: 16 de febrero de 2010 Fecha de aceptación: 28 de febrero de 2010

Todos los lectores del famoso Quijote recuerdan con una sonrisa el genial episodio del cura y el barbero, haciendo un inventario de los libros de Don Alonso Quijano, buscando cuáles podían haber sido las lecturas perniciosas que habían causado la demencia de éste para que se hubiera creído un caballero andante, justiciero y enamorado, y pretendiera vivir en persona la vida de los personajes literarios. Igualmente, la lectura de Madame Bovary, nos muestra a una mujer del campo, con una vida monótona de esposa de un médico rural, enfebrecida con historias románticas, a través de las cuales se escapa de la sujeción de su sexo en su época. Queriendo vivir historias de amor apasionado, con el esplendor de una riqueza que estaba lejos de poseer, intenta reescribir en su propia vida las historias románticas de la literatura, buscando amantes que ve con los ojos de sus lecturas.

Cuando se le criticó a Ana Teresa Parra Sanojo –Teresa de la Parra, para todos nosotros- que su novela Ifigenia (1924), podía ser una lectura perjudicial para las jóvenes de su tiempo, por alentar en ellas una peligrosa independencia y una inaceptable desobediencia, ella se defendió diciendo:

El diario de María Eugenia Alonso no es un libro de propaganda revolucionaria, como han querido ver algunos moralistas ultramontanos, no, al contrario, es la exposición de un caso típico de nuestra enfermedad contemporánea, la del bovarismo hispanoamericano, la de la inconformidad aguda por cambio brusco de temperatura, y falta de nuevo aire en el ambiente (Parra, Teresa de la: 473).

En efecto, María Eugenia Alonso es, como el Quijote o Madame Bovary, una enfebrecida lectora que se identifica con las lecturas románticas de las jóvenes de su tiempo y quiere vivir su propia aventura. La literatura constituye un escape para su vida de mujer pobre pero decente, a quien se alienta para que logre a través de su belleza y distinción, a través de sus apellidos, un buen matrimonio. Para ella, el mundo sólo puede explorarse en los libros que lee en la intimidad de su habitación. La literatura, como experiencia vicaria, que permite vivir a través de la lectura lo que otros viven en el mundo de la ficción, es el escape de esta Bovary criolla, de quien el hablante implícito de la novela se ríe más de una vez. María Eugenia no es feminista, según dice, porque no puede identificarse con unas señoras que usan unos zapatos tan feos; es más bien una niña frívola y apasionada, que ansía un buen matrimonio, tal como se lo señala su tío Pancho y reiteradamente también Abuelita. Es, entonces, la fantasía literaria lo que marca buena parte de sus transformaciones como personaje: la identificación con el idilio de Pablo y Virginia en la animada conversación celestinesca de Mercedes Galindo, junto con el saber que Gabriel Olmedo tiene posibilidades de labrar alguna fortuna, desatan la pasión por éste, quien en un primer encuentro le había parecido algo tosco, muy moreno y hasta presuntuoso, para que un tiempo después admirara sus blanquísimas manos de pianista, libres de anillos ostentosos como los que exhibía César Leal. María Fernanda Palacios (2001) dice, hablando de Mercedes Galindo, que ella:

(…) se va convirtiendo en un doble de tía Clara, y es otro de esos espejos temibles en los que la muchacha lee su destino. Si el de Clara se llama soltería, el de Mercedes se llama «matrimonio» y los dos son igualmente espantables y terminan en «sacrificio». Entre uno y otro la única escapatoria posible es la evasión del cuento de hadas, la irrealidad del amor (p. 94).

Podríamos decir que María Eugenia, en este punto, aún no huye del matrimonio. Puede espantarla en ese momento el matrimonio infeliz al lado de un hombre desagradable, pero no la idea de casarse. Más bien, el ver su propia figura, parecida a la de tía Clara, hacia el final de la novela, la hacen recapitular sobre la ruptura del compromiso que pensaba plantearle a César Leal:

Instintivamente, volví la cabeza para mirarme al espejo, y en efecto descuidada como estaba, me encontré pálida, sin vida, ojerosa, casi fea, y me encontré sobre todo un notable parecido con la fisonomía marchita de tía Clara. Dado el estado de pesimismo nervioso en que me hallaba, aquel parecido brilló de pronto en mi mente como la luz de alguna revelación horrible, recordé también aquella frase que había oído decir muchas veces a propósito de tía Clara: «Fue flor de un día. Preciosa a los quince años, a los veinticinco ya no era ni la sombra de lo que había sido…» (p. 301).

Por supuesto, el discurso que llevaba preparado, no sale de sus labios. Más bien, sentimientos de cobardía acompañan los balbuceos con que intenta aplazar el matrimonio, no romper el compromiso. Como muy bien apunta Julieta Fombona,

María Eugenia Alonso se casa con el espeso y vulgarísimo César Leal, y repite así, como farsa, las sencillas crónicas de amor y matrimonio entre jóvenes pobres y virtuosas y ricos caballeros que le cuenta Abuelita para consolarla de su pobreza (p. XV).

Precisamente, por su pasión literaria, luego de la conversación con Mercedes Galindo, imbuida también de lecturas de grandes amores, María Eugenia cae en la trampa del romanticismo. Se enamora «librescamente» de Gabriel Olmedo. Más adelante, ella vivirá en la hacienda de su tío Eduardo una ensoñación pastoril, en sus paseos vespertinos, que irónicamente la alejan de las noticias de su amado. En esos paseos, da rienda suelta a su imaginación literaria. Los emprende con su primo Perucho «que es mi escudero y es mi acólito, en estas peregrinaciones sentimentales» (p.150). La retórica romántica es el vehículo de las descripciones de la hacienda:

(…) yo, sola y desnuda, creyendo ser el alma viva del paisaje, me hundía en la ansiada frescura de mi pozo predilecto. Y recuerdo que aquel día, sumergida en el pozo, perdí como nunca la noción de mi propia existencia, porque el rodar del agua me tenía la piel adormecida en no sé qué misteriosa delicia, y porque mis ojos vagando por la altura, olvidados de sí mismos, se habían puesto a interpretar todos los amores de aquella muchedumbre de ramas que se abrazan y se besan sobre su lecho del río (p. 149).

Es en este espacio natural, opuesto al espacio urbano, pero indisolublemente asociado a la evasión de las lecturas románticas, donde María Eugenia se permite sus ensoñaciones más nutridas y la expresión de un aún tímido erotismo con imágenes sensuales asociadas con la naturaleza. Es allí donde le escribirá a Gabriel, una carta apasionada, donde se compara a sí misma con la Sulamita y a Gabriel con el rey Salomón, para condensar en clave romántica y exótica su deseo:

Tendida estoy sobre el ardor de la arena, y cubierta con mis joyas y abrasada por la sed, vigilo atentamente el horizonte, porque yo quiero ser la primera en ver lucir a lo lejos el brillo de palanquín, mi triunfante Salomón.

Yo soy tu amorosa Sulamita, Gabriel, y para la fiesta del amor con que te aguardo, he vestido ya mi lindo cuerpo con la pompa de la desposada en el palacio del Rey (p. 155).

Como puede verse, está muy lejos María Eugenia de un feminismo liberador. Es todavía en sus fantasías la princesa que quiere ser rescatada por el príncipe. Sin embargo, María Eugenia lleva un diario. La escritura creadora, desahogo de la frustración que le produce la opresión doméstica, da cuenta de sus contradicciones, por ejemplo, de lo torpe que se siente cuando se queda sin habla frente a César Leal, luego de una muy planificada entrada en escena, muy libresca, como una princesa autosuficiente y encantadora.

En la escritura, María Eugenia se va deshaciendo de sus imposturas, de las máscaras con las que quiere verse y de las casillas y corsés con las que la familia la aprisiona. En la escritura del «yo», se revela la confidencia, la autenticidad. Se hace más verosímil como personaje; se burla de sí misma y adquiere la libertad de expresarse que no se le permite más allá de su habitación. En la escritura, María Eugenia se desnuda, se construye como subjetividad y devela con ironía los absurdos de su entorno. Fuera de ella, la palabra le es confiscada. No tiene derecho a opinar, queda mal si se muestra sabihonda; sólo el silencio y la sumisión la hacen parecer virtuosa a los ojos de la sociedad patriarcal. Su escritura devela, además, las estrategias del débil. En ella hace apología de la mentira y el fingimiento como defensa frente al poder patriarcal, cuestiona los discursos masculinos de adoración mitificadora como los del poeta colombiano del barco, los del poder del tío Eduardo o los discursos retóricos, vacíos de sentido, de César Leal en el congreso. En sus contradicciones, el hablante implícito se burla de María Eugenia. El clímax de esto es la decisión de no huir con Gabriel por retrasarse para buscar una maleta donde cupiera su trousseau rosado, que no podía dejar por nada del mundo. Igualmente, el hablante implícito se burla de ella cuando esconde su escritura íntima diciendo que sólo anota recetas de cocina y el tío Pancho la desenmascara diciéndole que los ingredientes dialogan unos con otros, pues hay signos de interrogación y admiración en esas «recetas».

El hablante implícito no toma en serio a María Eugenia cuando hace suya la palabra ajena de Abuelita, de tía Clara y de Leal. María Eugenia decide asumir esos discursos como máscara: representa como una actriz lo que se espera de ella, pero en su interior bullen aún las inconformidades imprecisas y el sueño de un matrimonio que le restituya los bienes de los que su tío Eduardo la ha despojado. La ironía está en lo mal que le queda el disfraz, en lo visible de sus costuras, en la conciencia que tiene el propio personaje de que se mueve en su propia casa como en el escenario de un teatro. Así, el personaje por un lado asume como propios los discursos ajenos y por el otro, en su intimidad, sabe a conciencia que está representando un papel asignado en este Gran Teatro del Mundo por la sociedad que lo impone. Ella representa un papel que no se cree:

«(…) El único objeto de mi carta es advertirle que si continúa usted persiguiéndome con proposiciones indignas, pase lo que pasare, pondré en cuenta de ello a César Leal»

Al llegar aquí, el nombre «César Leal» me sonó demasiado pomposo por su doble significado, y me pareció que podía prestarse al ridículo. Entonces borré las dos palabras, y puse sobre lo borrado «mi novio». Pero como la tinta se corriese un poco, demostrando el reemplazo de palabras, decidí inutilizar la carta, escogí de nuevo muy cuidadosamente otro pliego, copié en él lo escrito y seguí:

«… advertiré de ello a mi novio. Es preciso que usted sepa que no estoy sola. Tengo quien me proteja, y quiero decirle de paso, que quien sabrá defenderme contra usted, será mi marido dentro de ocho días, porque lo aprecio mucho, lo quiero con toda mi alma y lo considero además muy superior a usted, desde todo punto de vista. Y firmé: María Eugenia Alonso» (p. 305).

Aquí la borradura en la escritura del diario muestra la conciencia de esta torpe joven que se autosabotea a sí misma, que encuentra en la literatura una vía para la evasión y también un sueño que la sigue sujetando los viejos estereotipos femeninos, que se apropia de los discursos ajenos para escribir con ellos encima de los suyos, que se oculta y se devela, que se engaña a sí misma y a los demás, pero lo sabe. Ella se ve a sí misma en el arquetipo de Ifigenia, junto con todas las mujeres que asumen como femenino el espíritu de sacrificio, sin cuestionarlo. Ifigenia es una novela de des-crecimiento. El personaje va pasando de la inconsciencia juvenil a la alienación consciente, al discurso ajeno. La literatura romántica y el ensueño del amor imposible la conducen de manera paradójica al matrimonio y al sacrificio, pero por un camino casi ridículo. El motivo del trousseau tiene algo de la muerte tragicómica de Calisto al caer de la escalera en La Celestina. Lo terrible del sacrificio femenino, parece decirnos el hablante implícito, es que no tiene los visos de lo grandioso ni de lo heroico. La procesión de las mujeres va por dentro. Ni siquiera se nota y no vale la pena el sacrificio. La evasión de la literatura le propone un camino imposible: los grandes amores son imposibles; por ello el detalle del trosseau es apenas un pretexto. Tanto la imaginería literaria como el imaginario social colocan a las mujeres en el camino del matrimonio y la protección masculina. No hay salida, de todos modos, para María Eugenia. Su comedia es una tragedia.

Tan sólo le queda ser ella misma en la creación de su escritura, aunque sea secreta. En ese desahogo se encuentra con su propia subjetividad, que como explica Mabel Burin, desde el psicoanálisis «será considerado como sujeto psíquico alguien que pueda configurarse como deseante (…)» (p. 72). También explica esta autora, que luego de la Revolución Industrial, en el siglo XIX se acentuó la necesidad de indagar en la subjetividad, privilegiar los propios deseos y necesidades individuales y la búsqueda de una identidad personal más allá de la división del trabajo, aunque admite que las mujeres tienden a desear tener un hijo o ser objeto del deseo de un hombre, como lo hace María Eugenia, aunque ella también desea lo que a las mujeres no les está permitido desear: fortuna propia, decisión sobre el uso de su tiempo, libertad de movimientos, libertad de escoger a un compañero, acceso a la modernidad. Esos deseos se formulan libremente en la escritura, pues en el intercambio social generan censura. Abuelita la tacha de egoísta. Precisamente, el pensar en sí mismas hace de las mujeres «egoístas» en la sociedad patriarcal, donde el sacrificio femenino se da por descontado.

Cuando María Eugenia escribe, utiliza la primera persona, hecho novedoso para su momento, cuando todavía la narrativa privilegiaba al narrador omnisciente. Para Rosa Rossi (1993), es importante la sexuación del hablante. Nuestra protagonista habla de sí misma, se construye a sí misma en una carta y un diario. La primera está dirigida hacia su mejor amiga; el segundo es para sí misma. La imagen que compone está construida por fragmentos, como cuando intenta ver por pedazos su rostro en un espejo de mano. Esta fragmentación nos remite a sus contradicciones: se sabe bella pero se finge modesta; quiere la libertad que da el dinero, pero la busca en la protección masculina; tiene la pulsión de saber, de la que habla Mabel Burin, la pulsión epistemofílica, pero la esconde porque se la censuran: cambia la lectura por el bordado y busca convencerse a sí misma de que eso la hace mejor mujer.

En síntesis, Ifigenia juega con la escritura a dos niveles. Por una parte, la pasión novelesca gana a nuestra protagonista, le propone formas de sentir y de expresar lo femenino, le impone experiencias vicarias que no la sacan del encierro doméstico, pero la hacen inauténtica. Participa así del bovarismo del que hablaba Teresa de la Parra. Por otro, su propia escritura, la escritura íntima en la que se construye como sujeto, devela sus contradicciones y desengaños, la muestra en su tragedia cotidiana, se burla de su entorno, subvierte el poder que la oprime, pero no la salva del destino que la sociedad patriarcal le impone.

Por otra parte tenemos una tradición de la memoria inaugurada en 1929 con Memorias de Mamá Blanca, novela de infancia de Teresa de la Parra. De esta novela se ha dicho que es una novela nostálgica del orden colonial. La historia de las siete hermanitas en la Hacienda de Piedra Azul que luce como un lugar ahistórico, casi mítico, con la armonía de un paraíso terrenal, es más bien una alegoría de la inocencia original de la infancia. Sin embargo, en la Advertencia inicial, encontramos a Mamá Blanca anciana, quien narrará la historia en primera persona. Sus papeles, tamizados por la mirada de la joven dedicada a las letras que los hereda, con quien hizo amistad cuando ésta era apenas una niña, van mostrando las fisuras de ese paraíso: la separación de la sociedad en castas, la incomprensión entre éstas, las revoluciones que pasaban de lado, los reveses económicos. De nuevo, el discurso en primera persona establece una subjetividad que evalúa los hechos desde un tiempo lejano, el de la vejez, donde es posible el guiño irónico.

Así, hay una condescendencia frente a la madre que ponía nombres a sus niñas parecidos a los que el ordeñador ponía a las vacas; igualmente, sonríe al recordar a su madre frente a la inútil tarea de celebrar matrimonios entre los campesinos que vivían en concubinato en la hacienda. La madre de Blanca Nieves, como María Eugenia, era una voraz lectora de historias románticas y les contaba éstas a la niña embelesada mientras le hacía moñitos. De ahí, los nombres inadecuados. La fascinación de Blanca Nieves por aquellos cuentos le quita el respeto de sus hermanas, en especial de la aguerrida Violeta, que se burla de su boca abierta y sus moñitos. Así ironiza Mamá Blanca el mundo femenino en la sociedad patriarcal, en particular, el de las lectoras de novelas románticas. En ese supuesto paraíso, el primer pecado que cometían las niñas, dice, era nacer con su sexo. Las memorias de Mamá Blanca es un compendio de diferentes modelos de lo femenino: la suavísima Blanca Nieves que tiene nombre de princesa de cuento de hadas, pero una apariencia física que desdice de su nombre y de lo que él evoca, una niña trigueña de cabellos lacios; la brusca Violeta, que nada tiene en su personalidad para evocar esa humilde flor y, sin embargo, ostenta los ricitos tan ansiados por Blanca Nieves; la etérea Mamá, de habla florida y ademanes cursis y la recia Evelyn, con su lenguaje económico sin artículos, mujer de acción y de poder.

Para Teresa de la Parra, según lo explica en su primera conferencia dictada en Bogotá, el feminismo no era una revolución sino una evolución que debía rastrearse en las mujeres antecesoras. Aclara que aunque siente fascinación por la Colonia, está muy contenta de vivir su propio tiempo. Esta visión de cómo se relaciona el pasado con el presente de las mujeres es visible en la novela: Mamá Blanca, anciana escribe, escribe sobre su vida para las generaciones siguientes y le pasa el testigo a una joven moderna, de quien apenas sabemos que ejerce «la profesión de las letras» y de cuya comprensión está segura: Ya sabes, esto es para ti. Dedicado a mis hijos y nietos, presiento que de heredarlo sonreirían con ternura diciendo:

«¡Cosas de Mamá Blanca!» y ni siquiera lo hojearían. Escrito, pues, para ellos, te lo legaré a ti. Léelo si quieres, pero no se lo enseñes a nadie. Me dolía tanto que mis muertos se volvieran a morir conmigo que se me ocurrió la idea de encerrarlos aquí. Este es el retrato de mi memoria. Lo dejo entre tus manos. Guárdalo con mi recuerdo algunos años más (p. 321).

De esta manera, Teresa de la Parra invoca la tradición como fuente de saberes, anclajes para la mujer moderna. En esta novela, el vehículo es la escritura. Se trata de una escritura íntima, de una autobiografía ficcional escrita con la distancia evaluadora de la vejez. Aquí no encontramos una subjetividad construyéndose fragmentariamente, sino una subjetividad madura, menos grandilocuente que la de Ifigenia, con la sencillez de quien está de vuelta, con la libertad de quien no tiene deudas o reclamos para la sociedad. Mamá Blanca es un ser marginal, pero libre. No está atada a las convenciones de sus nueras y de sus hijos, de cuya tutela se escapa. Sus transgresiones no son peligrosas. La vejez la protege dándole la licencia de la excentricidad. Las memorias de Mamá Blanca no se comprende sin la Advertencia inicial, que da cuenta de esa escritura y de la reunión de lo ancestral con lo nuevo, del pasado con el presente en la metáfora de la amistad de dos mujeres que se origina en los extremos de la vida: niñez y ancianidad, extremos que las alejan de las exigencias sociales y los atavismos patriarcales. El rescate de la memoria en esta novela va más allá del rescate de lo femenino ancestral. Busca rescatar la historia excluída, la historia cotidiana, las costumbres de otras épocas, la historia de los excluídos como las mujeres y los subalternos, como Vicente Cochocho, el lenguaje oral de otro tiempo con sabor castizo, el pasado que explica el presente, con sus desaciertos y con sus bondades.

En sus dos novelas, Teresa de la Parra marca pautas que serían recogidas y recreadas por diferentes narradoras posteriores. De una u otra manera, la escritura de la primera Ana Teresa estableció para las generaciones siguientes la construcción de la subjetividad femenina, la escritura femenina que reflexiona sobre sí misma y sobre los diferentes lenguajes, el examen de las formas diferentes de ser mujer y el rescate de la memoria de las mujeres.

Este personaje verosímil, que es María Eugenia, atrapada entre su necesidad de libertad y el deseo de complacer a quienes le rodean, tendrá ecos en Aurora, la protagonista de Tierra talada, novela publicada por primera vez en 1937 (reeditada en 1997), de Ada Pérez Guevara. Aurora, en claro homenaje de la autora a Teresa de la Parra, es una joven del llano, que lee Ifigenia. A través de esta lectura, se produce una identificación como puede verse en este diálogo, en que la metaficción teoriza sobre la escritura femenina:

«-Me sucede una cosa muy divertida. La María Eugenia ésa del libro tiene algunas cosas exactas a mí, como si yo fuera ella. Y creo que, como es un libro de mujer, la mujer del libro es una mujer de verdad, y se parece un poco a todas las mujeres.

-Bueno, ¿y usted, es mujer de verdad?

- (…) Mire, lo que quiero decir, Mauricio, es que yo encuentro en algunas novelas escritas por hombres que las mujeres de estas novelas no son reales, son mujeres raras, casi fantásticas. Puede ser que las haya así. Pero yo no las he visto; y pienso que como ellos son hombres por más inteligentes y grandes escritores que sean, no pueden saber cómo somos las mujeres por dentro. Casi siempre somos dos. Una por dentro y otra por fuera. Por más que no querramos; no es culpa de nosotras. ¡Y ustedes ven la de afuera» (pp. 96-97).

Aunque Aurora, a diferencia de María Eugenia, se plantea trabajar; sin embargo, también era lectora y soñadora. También se prenda de un cuento de hadas sobre una joven que tenía un espejo mágico que le daría el rostro de su futuro esposo: «Ahora el cuento que lee, la absorbe toda, hasta hacer de ella protagonista fiel» (114). Pese a los deseos de autodeterminación, pese a que en cierto momento de la novela Aurora tendrá un empleo, ciertamente el matrimonio es también su destino y su sueño. El empleo, como cajera de una joyería, le muestra la otra cara de la discriminación femenina: la mitad del salario de un hombre y la explotación laboral. Como María Eugenia, es un personaje dual, que contiene dentro de sí a una mujer transgresora y a una mujer ancestral1:

Y sueña Aurora, en estos días, encontrarse con un hombre «íntegro» como lo anhelaba tía Rosario, para quererlo, para tener una casita, un nido, y allí toda la dicha del mundo, escondida. Sueño, color de veinte años, de muchacha de provincia, que a pesar de su mucho leer y cavilar, ve un solo camino dichoso en el mundo, un solo camino claro: el matrimonio (p.114).

Tres años más tarde, en 1940, Irma de Sola Ricardo publicaría Síntesis, un libro de cuentos en el que se incluye el relato «Leticia». Los eufemismos asociados con la naturaleza para referir una experiencia erótica femenina en oposición a la mayor vigilancia de la conducta en la ciudad recuerdan en buena medida los paseos campestres de María Eugenia Alonso en Ifigenia, que le permitían sentirse más libre con respecto a su propio cuerpo. Sin embargo, el erotismo es mucho menos tímido:

Caminaba distraída con el foete en una mano cuando la detuvo idéntica impresión a la del día anterior al ver al hombre tras la reja del jardín. Y ahora era en el corral, la embargó la misma sensación que entonces y con chispeantes ojos contempló cómo el gallo y las gallinas escarbaban el suelo y se estrujaban con verdadera lujuria contra la tierra húmeda del jardín. Los vió y se sonrió. Ella también tenía el instinto, como aquellas aves, de revolcarse contra las hierbecillas frescas del campo. Le encantaba ese frescor de la verdura donde ella podía acostarse y sentir sobre su carne tropical el calor y el vaho de la fecunda tierra. A veces pasaba horas así. Con los cabellos en desorden, los brazos abiertos, la nariz dilatada; como en comunión con la savia que rodaba bajo su pujante cuerpo, creía ser otro árbol de tantos que reciben su ración de alimento de los senos robustos de la madre tierra (p. 55).

En la herencia de Teresa de la Parra, seguiría Ana Isabel, una niña decente (1949), de Antonia Palacios, memoria de una infancia citadina, encerrada en los prejuicios de una sociedad aún pueblerina, donde las mujeres sólo tenían algún espacio de libertad en la plaza durante la infancia y quedaban enclautradas en el espacio doméstico al despuntar la adolescencia. En la rebeldía de Ana Isabel reencontramos de alguna forma a la valiente Violeta de Memorias de Mamá Blanca. Curiosamente, en esta novela se invierten los roles sexuales: Ana Isabel tiene comportamientos que Mamá Blanca llamaría varoniles: juega en la plaza con toda clase de niños, es capaz de defenderse con golpes, alza la voz, es inquieta. Por el contrario, su hermano es pacífico y obediente. En la casa de Ana Isabel, es la madre el eje que sostiene, moral y económicamente, el hogar. El padre, enfermo, sólo está para recordar la alcurnia familiar como consuelo de la pobreza.

Múltiples cuentos de Laura Antillano, en especial los de La bella época (1969), «La luna no es de pan-de-horno» (1977 y 1988) y la novela Perfume de gardenia (1982) reivindican los mundos de la infancia y la conexión de las mujeres feministas y modernas con las mujeres precedentes, madres y abuelas, que han dejado legados. Las sagas femeninas, el encuentro y la sucesión de los roles de abuela, madre e hija son temas reiterados en buena parte de la narrativa de Laura Antillano. Esto queda particularmente plasmado en el cuento mencionado, en el que la hija que escribe una larga carta a su madre muerta, encuentra en ella misma los rasgos y los gestos de aquélla. También los recuerdos de la infancia son vías de acceso al mundo de la madre.

De otra manera, Altina, joven madre profesional, rastrea sus orígenes y los de su familia en Haití, en Amargo y dulzón (2002), de Michaelle Ascencio, intentando explicarse la historia familiar por vía de las mujeres, de las tías y abuelas precedentes, de un hilo de la memoria que reúne a unas mujeres con otras, hasta que ella se hace de una memoria propia que legará a su hija Coralia. En esta historia interesa la explicación de la identidad. Está presente el sentimiento de desarraigo de quien ha debido dejar su país en la infancia y la necesidad de encontrar las propias raíces. Probablemente, un desarraigo parecido podría haber sentido la autora de Las memorias de Mamá Blanca, sabiéndose ya al final de sus días y queriendo rescatar tanto su infancia como la memoria de su propia tierra, experimentando con el habla popular y con la descripción de una cotidianidad muy venezolana.

La pulsión de saber, de explicarse su origen, comienza en la infancia. Ya en las primeras páginas aparece el recuerdo infantil de Altina, de verse frente al lecho de muerte de su abuelo en un hospital en Cibao, el Haití de la ficción. Para la niña, el abuelo desconocido como desconocida es la historia familiar. Este será un recuerdo reiterado a lo largo de su vida. No hay aquí exactamente una historia de infancia, sino la necesidad de recuperar el pasado por vía femenina. Se formula el deseo como la necesidad de discursos, requeridos a la madre, como Blanca Nieves le pedía cuentos a la suya. Altina «quería una historia larga, de muchos sucesos y bastantes capítulos» (p.14- 15). La madre aparece, entonces, como el eslabón más cierto con el pasado, a través de su capacidad fabuladora.

Mucho después comprendería Altina, convertida ya en mujer, que fue ese, en realidad, el mejor legado de su madre, cuando en las tardes, sentada en su mecedora, trazaba la historia ante su hija, con la misma firmeza y seguridad con que su lápiz, siempre demasiado corto y con la punta roma, marcaba la tela para cortar el vestido imaginándoselo perfectamente terminado sobre el cuerpo de la cliente (pp. 11-12).

La visión de esa madre en la mecedora se prolonga hasta la ancianidad de la narradora de historias, quien a los ochenta y cuatro años continuaba contando sentada de la misma manera. En su viaje de regreso a Cibao, Altina encontrará a otras madres en la fiel servidora de la casa, Finelia, sabedora de todos los secretos, sacerdotisa del culto vudú, y en las muchas y diversas tías que se irían remontando hasta los tiempos de la plantación colonial. Cabe destacar que Finelia es una vieja sabia, como la Gregoria de Ifigenia y la Fabiana de En cristales de cuerdas de arena (2000), de Carmen Vincenti. Estas tres viejas criadas se caracterizan por ser depositarias de la memoria familiar, conocedoras de la intimidad de sus amas y guías en asuntos femeninos y certeras en el arte de la subversión mediante estrategias del débil.

La historia rescatada es la historia excluída también, la intrahistoria de los débiles, y en especial, de las mujeres, contada en voz baja, en diálogos al amparo doméstico, informales y orales. También en esta novela se reúnen las mujeres ancestrales con la mujer moderna. Al final de la novela, encontraremos a Altina como guía de su hija Coralia, contándole las mismas historias escuchadas, que ésta repetirá desde su infancia.

Por otra parte, Ifigenia deja su huella en la obra de Laura Antillano. María Eugenia tiene muchos aspectos en común con Leonora Armundeloy, protagonista de Solitaria solidaria (1990), la cual escribe en su adolescencia un diario también y sueña con el amor de su primo Sergio Gentile, quien adquiere rasgos de príncipe literario en las primeras páginas de la novela. Las primeras páginas del diario de Leonora rememoran la retórica romántica de María Eugenia. Sin embargo, el lenguaje irá cambiando. La escritura será liberadora para este personaje, pues dura el tiempo suficiente como para que Leonora madure como mujer y como ser humano con deseos y metas propios. También en esta novela, el verbo oral resulta confiscado por el poder. En muchas ocasiones Leonora debe callar, como María Eugenia.

Como homenaje a Teresa de la Parra, aparece En cristales de cuerdas de arena (2000), de Carmen Vincenti. Desde los múltiples epígrafes tomados de los más románticos discursos de María Eugenia Alonso, hasta la construcción de la anécdota, Teresa de la Parra se actualiza en esta novela. La protagonista es Isabel, joven del siglo XIX, una protagonista díscola como María Eugenia, quien en la intimidad de su habitación se escapa a otros mundos y a otras épocas a través de los sueños, vertidos en narraciones, que le cuenta a su fiel nana, Fabiana, la cual aparece, como hemos dicho, como arquetipo de la sabiduría popular. En los sueños de Isabel, ésta se reúne con las mujeres de lo que sería el futuro siglo XX. Ahora bien, el personaje de Isabel encarna a una Madame Bovary criolla, pero con más recursos que la de Flaubert. La novela nos la muestra al principio en su adolescencia, próxima a casarse con Esteban, un médico joven y prometedor, de temperamento suave y costumbres monótonas, que nos recuerda al pacífico marido de la célebre Emma Bovary. Isabel, de espíritu fogoso y con una libido exigente, vivirá una historia de amor tormentosa con Santiago, su tío político, lo cual no obsta para que se realice el matrimonio con Esteban. Isabel sabe muy bien la incompatibilidad de su pasión con la vida rutinaria del matrimonio, como sin saber de sus aventuras se lo dirá la voz de la abuela:

No, mijita, para ser una inteligente, buena y digna esposa, y entender las inmensas responsabilidades del matrimonio, la mujer tiene que ser abnegada y discreta, tiene que poder sobrellevar bien las calamidades, que son muchas, saber dirigir a los criados, estar encima de todo. Porque lo contrario es el desorden y la ruina, yo que se los digo.

(…) Como si la vida de casada fuera uno de esos folletines que andan por ahí –continuó la anciana imperturbable –, llenos de heroísmos y romanticismos. Como decía el padre el otro Domingo, esas tonterías no hacen sino envenenar el alma y el corazón y poner en peligro el candor que debe conservar toda mujer para ser madre. (p.199).

En efecto, como sucedía con María Eugenia, la educación familiar para el matrimonio coexistía con la lectura de esas novelas «perniciosas». Sin embargo, en esta novela el bovarismo criollo adopta una nueva modalidad. Isabel logra mantener ambas relaciones sin morir en el intento, sin suicidios ni sacrificios, apenas con los sobresaltos esperables de un amor clandestino, para descubrir que poco a poco Santiago se irá haciendo casi un marido posesivo que la cansa con sus reclamos. Sin embargo, ella tiene hijos de ambos hombres, se acostumbra a los dos y, finalmente… se queda con los dos, rompiendo irónicamente el esquema romántico de la entrega a un solo amor. Destacan en la novela las escenas amorosas en escondites rurales, donde de nuevo se asocia la naturaleza con la expansión amorosa. En su madurez, simplemente se busca a sí misma más allá de los hombres, en su taller de alfarería. La clave de esa madurez está en los sueños con las mujeres del futuro, es decir, las que tendrán más recursos, las del siglo XX. Esta solución del final del siglo XX, en una novela donde las grandes obras de literatura se encuentran intertextual y metaficcionalmente (nótese que el título de la novela es una frase clave del cuento «Las ruinas circulares» de Jorge Luis Borges), parece ser la respuesta de una atenta lectora que se hace novelista. Carmen Vincenti parece haberle tomado la palabra a Teresa de la Parra, sobre el bovarismo criollo y le permitió a su propio personaje, lo que no podía permitirle la primera Ana Teresa: vivir la aventura de Madame Bovary pero cambiar su final trágico.

Algo parecido hace la protagonista de El exilio del tiempo (1990), de la segunda Ana Teresa, es decir, Ana Teresa Torres. En esta novela hay subjetividades femeninas que se cuentan a sí mismas, personajes rebeldes como María Eugenia y sumisos como Tía Clara, dentro de una misma familia, que se suceden generación tras generación, quienes en sus discursos escondidos en la intimidad confesional, subvierten la palabra patriarcal. El hilo de estas confesiones lo lleva la más joven, una adolescente sin nombre, que escucha todas las historias y hace ella misma la historia de la familia, con los recuerdos de las mujeres, que se permitirá entregar al Señor del Tiempo. Esta narradora indaga en la memoria de las mujeres precedentes para descubrir en ellas, muchas veces con humor, la historia excluída y recuerda, además, su propia infancia, aspectos ya visualizados en Las memorias de Mamá Blanca. Ahora bien, esta narradora, hija de su época, se permite reinventar alguna historia, en particular la de la romántica tía Malena del siglo XIX, quien se había echado a morir por amor, acostándose por años en un diván. La narradora, como lo hace la novela de Carmen Vincenti, despoja la historia de su sino trágico a través de la imaginación y de nuevos imaginarios, posteriores a los del romanticismo, como el que rodea a las vampiresas del cine:

A mí me gustaba imaginarme que así no habían sido las cosas y que cuando a Malena le contradijeron sus amores hizo lo mismo que nuestra prima María Josefina: se fue a París y se soltó el moño y fue la amante de artistas muy célebres y de un conde ruso y tenía fama de ser una de las mujeres más bellas, tanto como la Marie Duplesis y eso que era París (…)

Junto con Graciela montó un apartamento a todo lujo para recibir a los caballeros de cinco a siete. Les servían el té y unas pastas finísimas y una champaña de la mejor y era como un salón de los que tenían las marquesas y condesas para recibir a intelectuales, poetas y músicos y hablar de cultura y cosas así. Todo sale como en las películas, llega el general alemán al hotel, un soldado le abre la puerta, choca los talones y enseguida entra el general con el pelo muy planchado, su aspecto rudo y cruel contrasta con la suavidad y delicadeza del salón donde ella lo recibe, decorado con sofás tapizados en seda de colores tenues y cortinas vaporosas, y entonces él también se dulcifica en el abrazo de la heroína y le rodea la cintura, mientras ella se deja caer lentamente recostándose en él y se sirven una champaña antes de hacer el amor. Creo que se lo vi a Marlene Dietrich. (p. 40).

Este proyecto de deconstrucción del romanticismo es llevado más lejos por la segunda Ana Teresa en su Malena de cinco mundos (1995 y 2002). Entre los diversos personajes cuyas vidas se constituyen en las reencarnaciones anteriores de la protagonista, también llamada Malena, encontramos a esta tía de El exilio del tiempo, reinventada: pasará del diván de la casa solariega de Caracas, al diván del mismísimo Sigmund Freud, enferma de amor, elaborando un alambicado discurso romántico, mostrando una histeria criolla, producto de las múltiples lecturas románticas, como las que causaron en la joven María Eugenia Alonso el bovarismo criollo.

Como puede verse en este breve panorama, que incluye a Ada Pérez Guevara, Irma De Sola, Antonia Palacios, Laura Antillano, Michaelle Ascencio, Carmen Vincenti y Ana Teresa Torres, un notable número de las narradoras del siglo XX han encontrado en Ana Teresa Parra Sanojo o Teresa de la Parra, un paradigma. No son las únicas. Hemos debido hacer una selección de las más evidentes. Todas ellas han deconstruido las imágenes patriarcales de la mujer en la literatura romántica, entronizada en tradiciones anteriores, a través de la condescendencia, la burla, la ironía, la puesta en escena de las contradicciones, la desmitificación, sin dejar de lado el reconocimiento a un aprendizaje de las generaciones precedentes. En sus ficciones, han indagado en los temas de la memoria de la infancia o de la memoria familiar para encontrar otras formas de asumir la feminidad y han mostrado un hilo conductor que establece una tradición –entre otras– en la narrativa femenina en Venezuela: de Ana Teresa Parra Sanojo a Ana Teresa Torres, es decir, de Ana Teresa a Ana Teresa.

Nota

1 Los conceptos de «mujer transgresora» y «mujer ancestral» son trabajados por Liliana Mizrahi (1987). Muestra el conflicto de las mujeres que han heredado una cultura patriarcal y reaccionan contra ella sin haberse desprendido del todo de patrones que tienen componentes conscientes e inconscientes.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

1. Antillano, L. (1969). La bella época. Caracas, Monte Ávila.        [ Links ]
2. Antillano, L. (1982). Perfume de gardenia. Caracas, Seleven.        [ Links ]
3. Antillano, L. (1988). La luna no es de pan-de-horno. Caracas, Monte Ávila.        [ Links ]
4. Antillano, L. (1990). Solitaria, solidaria. Caracas, Planeta.        [ Links ]
5. Ascencio, M. (2002). Amargo y dulzón. Caracas, Casa de las Letras.        [ Links ]
6. Burin, M. (1987). Estudios sobre la subjetividad femenia. Mujeres y salud mental. Buenos Aires, Librería de mujeres.        [ Links ]
7. De Sola, I (1940). Síntesis. Caracas, Asociación Cultural Interamericana. Biblioteca femenina venezolana.        [ Links ]
8. Fombona, J. (1982). Teresa de la Parra. Las voces de la palabra. Estudio introductorio de Teresa de la Parra: Obra (narrativa, ensayos, cartas). Caracas, Biblioteca Ayacucho.        [ Links ]
9. Mizrahi, L. (1987). La mujer transgresora. Acerca del cambio y la ambivalencia. Buenos Aires, Grupo Editor latinoamericano.        [ Links ]
10. Palacios, A. (1989). Ana Isabel, una niña decente. Ficciones y aflicciones. Caracas, Biblioteca Ayacucho. No. 146.        [ Links ]
11. Palacios, M.F. (2001). Ifigenia. Mitología de la doncella criolla. Caracas, Ediciones Angria.         [ Links ]
12. Parra, T.de la. (1982). Obra (Narrativa, ensayos, cartas). Caracas, Biblioteca Ayacucho. No. 95.        [ Links ]
13. Pérez Guevara, A. (1997). Tierra talada. Caracas, Monte Ávila. Primera edición: 1937 por Tipografía La Nación.        [ Links ]
14. Rossi, R. (1993). Introducción, instrumentos y códigos. La «mujer» y la «diferencia sexual». Breve historia feminista de la literatura española (en lengua castellana). Tomo I de Teoría feminista. Discursos y diferencia. Coordinado por Myriam Díaz Diocaretz e Iris Zavala. Barcelona, Anthropos y Comunidad de Madrid.        [ Links ]
15. Torres, A.T. (1990). El exilio del tiempo. Caracas, Monte Ávila.        [ Links ]
16. Torres, A.T. (1995). Malena de cinco mundos. Washington, Literal Books.        [ Links ]

17. Vincenti, C. (2000). En cristales de cuerdas de arena. Caracas, Memorias de Altagracia.        [ Links ]