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domingo, 6 de octubre de 2013

El diario de una Caraqueña

 El diario de una Caraqueña 


POR EL LEJANO ORIENTE...
Teresa de la Parra
Nueva York, abril de 1919.


Al fin nuestro viaje al Japón y la China es cosa ya decidida.

El 1.º de mayo debemos encontrarnos en San Francisco de California, para tomar allí el vapor que nos conducirá a Yokohama, luego de hacer escala en Honolulú.

¡Pero qué días de ansiedad, de espera nerviosa, de desesperación, en fin! Mi viaje a Caracas, mi querido viaje a Caracas que desde hace tiempo planeaba y preparaba con una precisión de días y de horas, digna de un general en campaña, ¡ha fracasado!

Todo estaba previsto, dispuesto. Marc, mi marido, en vista de sus ocupaciones, y considerándome persona competente para el caso, me daba su venia, a fin de realizar el viaje yo sola, de mi cuenta y riesgo. Una semana para ir, dos de estadía, una de vuelta, y luego lejos, lejos, el viaje divino al Oriente, al País de las leyendas, a la tierra pintoresca de los Mikados y de las Geishas.

¡Qué de alegres proyectos! En los pocos días pasados en Venezuela, me habría llevado conmigo la visión de la tierra querida como un perfume evocador que me acompañase luego allá, en las tierras desconocidas y lejanas...

Pero desgraciadamente todo fracasó, debido al celo que por mi nacionalidad tienen los señores americanos. Y es éste, asunto que merece explicación y capítulo aparte por tratarse de cuestiones de actualidad algo curiosas.

Como decía, los americanos tienen gran escrúpulo en esto de las nacionalidades. De ningún modo quisieron aceptar mis pasaportes de venezolana, considerándome rusa a todo trance.
   
Fue inútil que con la más amable de mis sonrisas les explicara en todos los tonos que yo había nacido en Caracas, capital de la República de Venezuela, lugar situado en plenos trópicos, donde no se conocen más rusas que las ensaladas o las montañas del mismo nombre. No pude convencerlos. Hube de capitular y resignarme a disponer mis asuntos desde el punto de vista ruso.

Pero, ¡ah! es que el ser ruso en Norteamérica y por los tiempos que corren no es tontería, no, sino cosa difícil, ¡complicadísima!

Mis nuevos compatriotas los bolcheviques, tienen, entre otras originalidades, la de repartir a derecha e izquierda cónsules inverosímiles. El nuestro en Nueva York, debe pertenecer a la familia de los fantasmas: nunca está visible. ¡Qué de veces, sola, o acompañada de Marc, con una perseverancia a toda prueba, luego de recorrer una distancia kilométrica me he lanzado a la conquista del susodicho fantasma! El resultado era siempre el mismo. Nuestra calle de la amargura terminaba invariablemente ante una puerta cerrada e inexorable: ¡era la puerta de nuestro cónsul eternamente ausente! En ella no había más signo de vida, que una placa con un letrero en ruso el cual para mí tenía un notabilísimo parecido con los letreros vistos en un espejo. Ante tanto enigma y tanto silencio yo me desesperaba. Al pensar que allí, detrás de aquella puerta, a media vara de distancia, se encontraba en acecho mi viaje a Caracas, llorando casi de impotencia, daba con los pies en el suelo llamando a los bolcheviques asesinos y sans-culottes, sin que por ello saliese a tomarme cuentas del agravio el fantasma de mi cónsul.

Y así fueron transcurriendo días y días, hasta que el Philadelphia, vapor fijado en mis planes para realizar mi viaje a Venezuela, zarpó al cabo, rumbo a La Guaira, dejándome en tierra con todas mis ilusiones y proyectos burlados. Lo vi marcharse con la tristeza del caso, hasta que reaccionando al fin, me resigné a exclamar filosóficamente como el galán del cuento:

«Puesto que Leonor renuncia a mi mano: ¡renuncio a la mano de Leonor».

Y aquí estoy; habiendo renunciado a la mano de Leonor, es decir, a mi viaje a Caracas; repuesta ya de tantas esperas y rabietas y dedicando todas mis energías y actividades hacia otro nuevo norte: el Japón.

No fracasará este viaje como el primero, no, ya todo está arreglado y previsto, porque un día, ante mis asombradísimos ojos, se abrió la puerta enigmática y tras ella apareció un personaje muy fino y distinguido, quien, luego de deshacerse en excusas, se puso incondicionalmente a nuestras órdenes para cuanto pudiese servirnos, con lo cual, pude constatar, que diga lo que quiera la trompeta de la fama, los bolcheviques, a fuer de buenos rusos, saben también ser galantes y gentiles.

Como decía, pues, dedico ahora todo mi tiempo y mis energías a prepararme con gran entusiasmo para mi anhelado viaje al Oriente. Y las horas del día son pocas para ello; porque a la vez que deseo enterarme de los asuntos asiáticos, me esmero al mismo tiempo en tener bonitas «toilettes» para asistir a las comidas y recepciones con que seremos obsequiados en Yokohama, Shangai y Harbin. Es, pues, asombrosa la facilidad con que paso de baúles y maletas   —429→   al origen del Yedo y a las costumbres de los Mikados. Cuando no estoy extasiada ante algún maniquí de los almacenes de Broadway, estoy de codos encima de una mesa describiendo zig-zags sobre el mapa del Japón y la China; cuando no me sorprende la noche en algún museo de arte nipón, me sorprende la madrugada haciendo una interminable lista de compras, y hasta en los subways mientras me dirijo a los almacenes, a fin de aprovechar más tiempo, voy leyendo con la ansiedad del caso, cómo ocurrió todo aquello de Puerto Arturo y la guerra Ruso-Japonesa que allá, entre sueños, recuerdo...

Y así va el tiempo corriendo, corriendo, desgranando los días uno tras otro, mientras espero yo, no sin cierta tristeza, el instante siempre temido de la partida y de los adioses...



San Francisco de California, mayo 2 de 1919.

Fue el domingo de Pascua a las 10:30 de la mañana, después de haber comulgado, y en un radiante día de Primavera que salimos de Nueva York. La temperatura había amanecido deliciosa, todos los árboles estaban verdes, floridos y cubiertos de sol; todo parecía despedirnos en una última sonrisa llena de promesas. No pude menos de sentir en mi alma la influencia de aquella alegría de la Naturaleza, y fue sin pesar que dije adiós a mi querido apartamento de Broadway, donde había pasado casi dos años de felicidad completa.

En la estación encontramos reunidos todos nuestros compañeros de viaje. Juntos, formamos una pequeña Colonia o Caravana compuesta en parte por los empleados del Banco, objeto de nuestro viaje y del cual es Marc gerente y fundador. Son ellos: el subgerente, el estenógrafo, un apoderado del mismo banco que va a Manila, y los Goldman, matrimonio americano, muy ricos, y muy simpáticos, que llegarán sólo hasta Yokohama, donde tienen sus negocios. 

Llevan con ellos a su hijo, niño de 6 a 7 años, rubio y lindo como un querubín, cuya presencia da una nota de alegría familiar a nuestra excursión y cuya risa y entusiasmo nos une y nos contagia continuamente a todos.

La primera sorpresa de mi viaje la recibí en la estación y fue el confort de nuestro tren. Viajábamos en pullman y tanto los Goldman como nosotros teníamos vagón especial. No habiendo realizado aún sino pequeñas excursiones, no conocía yo bien todo el fausto de los trenes americanos. Cuál sería, pues, mi sorpresa al ver que teníamos por vagón un saloncito monísimo, con espejos, mesitas y dos grandes sofás que al llegar la noche se transformaban camas. Al lado se encontraba nuestro cuarto de toilette con baño y grandes espejos; y dos vagones adelante el comedor.

Encantada al sentirme tan agradablemente acogida, quise hacer de aquel saloncito un amable chez moi familiar y sonriente. Puse flores, retratos y libros sobre las mesas; y al ver correr el paisaje por la ventana abierta, entusiasmada le decía a Marc:
  
«¡Mira, mira, es nuestro apartamento de Broadway que nos lleva de paseo!»

¡Y qué delicioso paseo era aquel! No necesito describir la magnificencia de estos paisajes americanos tan conocidos y ponderados por todo el mundo: montañas inmensas, lagos azules y románticos, cascadas, ríos, árboles gigantescos, todo se sucedía con una exuberancia de vida y un lujo de detalles realmente inagotable. Así llegamos a Chicago, donde pasamos dos días alojados en el «Auditorium Hotel», y así seguimos cuatro días y cuatro noches de un correr incesante, hasta que atravesando el desierto y todo el departamento de New México llegamos a Los Ángeles.

Chicago me aturdió. Es la más neoyorkina de todas las ciudades americanas. Parece que toda ella estuviese hecha con esencia de máquinas. ¡Qué prisa, Dios mío! ¡Qué movimiento! ¡Qué polvo de carbón por todas partes! ¡Qué afán de rascacielos y de industrias, y de eterno rodar y meter ruido!... Sentí la nostalgia de las ciudades arcaicas y silenciosas y fue con gran bienestar que me vi de nuevo en el tren, impulsada hacia el Sur, hacia el calor, donde son escasas las máquinas y la incansable fiebre de la industria.

La travesía de New México fue en cambio un delicioso film variado y curiosísimo; la naturaleza había cambiado ya; el clima era templado y el suelo estaba cubierto de cereales verdes y crecidas, que ondulaban al viento como un lago de esmeralda cercado de montañas; trasponíamos éstas y en sus picachos era el frío y los paisajes de nieve. Bajábamos entonces, y a través del aire tibio mirábamos cómo allá a lo lejos, confundida entre las brumas, íbamos dejando la cresta de un volcán que se apagó. Y otra vez entrábamos en las llanuras y eran entonces las áridas mesetas del «Llano Estacado» y corríamos sobre aquel desierto con montañas de roca que eran las islas de aquel mar de arena.

El niño Goldman y yo de codos en la ventanilla no cesábamos de dar gritos de admiración ante los personajes que poblaban tan desolados parajes. Eran indios tan clásicos y primitivos como no creo que se encuentren en la misma Goajira de Venezuela. ¡Qué pintorescos con sus escasos vestidos de todos colores, llenos de abalorios y de pendientes! ¡Parecían estampas! 
Los niños sobre todo estaban graciosísimos y eran ellos los que principalmente exaltaban el entusiasmo de mi amiguito Goldman.

Vino luego incesante pasar de poblaciones de origen español con casas grandes y coloniales como las de Caracas. Y era primero un convento de frailes ya abandonado y derruido, y luego el campanario morisco de una iglesia y más allá unas ruinas que fueron fortaleza... Los nombres eran todos dulcemente evocadores: «Playa del Rey», «Alburquerque», «Santa Fe»... Parecía el hálito de la España heroica y conquistadora de Hernán Cortés, que se hubiese llegado hasta allí para morir, al cabo, olvidada y prisionera en tierra tan extraña.

Al fin de tanto correr llegamos a Los Ángeles.
  
Es ésta una ciudad semi-tropical, donde abundan las más deliciosas frutas de los Estados Unidos. Sus alrededores, poblados de quintas, son especialmente encantadores. Entre ellos se destaca Pasadena, lugar donde parecen haberse dado cita todos los millonarios americanos. 

Es una especie de inmenso jardín poblado de magníficos palacios que se yerguen espléndidos entre flores y naranjales. Es célebre entre todos el de Busch, el «rey de la cerveza». El parque que lo rodea tiene puentes, lagos, estatuas y jardín zoológico, todo tan espléndido y magnífico que ya lo quisiera para sí cualquier ciudad de primer orden. Tuvimos nosotros ocasión de visitarlo. Los naranjos dispuestos en avenidas, pequeñitos y podados, empezaban a florecer, y envuelto en su aroma me trajeron todo el recuerdo de los años pasados en España. Cerré por un momento los ojos y creí encontrarme de nuevo en nuestro convento del Sagrado Corazón, allá en Godella; y otra vez me sentí pequeñita, con mi uniforme de colegiala, corriendo bajo la lluvia de azahares que caían, caían, de los naranjos en flor.

En Los Ángeles nos detuvimos en el Hotel Alexandria, y allí tuve que pasar por el suplicio de Tántalo. No había tenido esta vez la precaución de llevar al hotel mis trajes de soirée y hube de resignarme a comer burguesamente en el segundo comedor, mientras que en el primero tenía lugar el invariable desfile de las millonarias llenas de lujo y de prendas costosísimas, muy dignas de admiración y de aplauso.

De Los Ángeles fuimos a San Francisco. Mucho nos habían ponderado la belleza del camino y para contemplarlo a nuestro gusto decidimos hacerlo de día. Por segunda vez no pude menos de revivir tiempos pasados, y de sentir, cómo una ola de melancolía dulcísima, iba poco a poco inundándome el alma. Sube el tren una montaña altísima, siempre sobre el abismo y siempre frente al mar y son zig-zags y serpentear continuo, primero a la derecha, después a la izquierda, luego otra vez a la derecha, bordeando siempre, siempre la montaña. Aquel mar azul a lo lejos... aquel abismo verde a los pies... me parecía subir a Caracas viniendo de La Guaira y recordaba con ternura los versos tan inspirados de Marquina:

En lo más alto de vuestros montes
a vuestras casas les dais asiento...

y pensaba con tristeza y con lágrimas en todo lo que iba dejando atrás, ya tan lejos, tan lejos...

Nos encontramos actualmente en San Francisco, alojados en un hotel que tiene espléndidas vistas sobre el mar. Desde mi balcón diviso allá en lontananza el paseo de «Golden-Gate» que se extiende a orillas de la playa y más lejos aún, cerrando la bahía, el famoso presidio español de San Francisco, que dio su nombre a la ciudad y está hoy transformado en escuela militar.

Al contemplar este conjunto de edificios colosales y grandiosos, no puedo menos de sentir admiración por el genio del pueblo americano, que supo levantar tan deprisa este bosque de cúpulas y torres que después de la catástrofe de 1906 era sólo un enorme montón de escombros.

Desde hace ya dos días vengo a escribir aquí junto a mi balcón, en los ratos que me deja libre mi incesante corretear de viajera. Frente a mí, como si quisiese interrogarlo de continuo, no ceso de mirar este inmenso Océano Pacífico, azul y desconocido, que tantas sorpresas me reserva allí, detrás de su horizonte.

Por una extraña coincidencia nuestro vapor, anclado ya en el puerto, se llama el «Venezuela». Es muy hermoso y tiene gran tonelaje. En él nos embarcaremos esta tarde. Me parece verlo desde aquí, creo que son unos mástiles que se destacan entre los de otros vapores y pienso con orgullo pueril: «Siendo el más hermoso de todos se llama 'Venezuela'». Y es que el amor de la tierra es un sentimiento que por dormido que se halle se despierta y se exalta con las largas ausencias y las largas distancias...

 A bordo del «Venezuela», mayo 24 de 1919.

¡Qué deliciosos! ¡Qué divertidos han sido para mí los días pasados a bordo de este gran buque que sabe deslizarse tan majestuosamente sobre las olas, no siempre pacíficas, del Gran Océano! Pensando que era el mareo enfermedad ya caída en desuso, no me he ocupado sino de divertirme entre los numerosos amigos que pueblan y animan el vapor por todos lados. 

Antes de hablar de ellos me parece de rigor hacer primero la presentación del «Venezuela».

Pertenece dicho buque a la «Pacific Mail Co.». Tiene 20.000 toneladas y junto con «El Ecuador» y «El Colombia», sus sister ships, hace la travesía entre San Francisco, Honolulú, Hong-Kong, Yokohama, Kobe, Shangai y Manila. Tiene todo el confort de los más modernos trasatlánticos, magnífica comida amenizada con música, baile todas las noches, y un pool donde nadar, el cual hizo mis delicias, no bien la temperatura me permitió entrar en match decididísimo con todos los patos más tenaces que pueblan los estanques de tierra adentro.

Mis compañeros de viaje constituyen el conjunto más babilónico que darse pueda: americanos, ingleses, suecos, japoneses, belgas, chinos, y sobre todo, rusos que acuden a guarecerse en los lugares próximos a la frontera de la Rusia oriental. Por afinidad de razas nos hemos unido mucho a los rusos y belgas; hay entre ellos intelectuales y artistas de nota, y entre los rusos personas de mucha significación social.

El séptimo día de viaje llegamos a Honolulú, capital de las islas Hawai. Quise escribir para dejar allí mi carta, pero habiéndolo pensado demasiado tarde, no me fue posible hacerlo.  Resultó empresa superior a mis fuerzas. Mientras yo garabateaba palabras a toda prisa sobre el escritorio, sentía a mi alrededor todo el movimiento llegado de tierra, que me atraía de un modo irresistible: chirriar de poleas y de cadenas, personas con indumentaria de   desembarco, los pasos y las voces de los vendedores ambulantes que se llegaban a bordo a ofrecer su mercancía, y para colmo de todo, los amigos y amigas que de continuo me descubrían y venían a tentarme con una insistencia desesperante. Y eran unos:

-Why, don't you intend to go on shore Mrs. Bunimowitch?

Y luego otros:

-Mais, Madame Bunimowitch, est-ce que vous allez rester tout bêtement a écrire quand tout le monde se fromène? Est-ce possible!

Me di por vencida. Mandé al diablo el papel y la pluma y acompañada de Marc, que sonriendo me esperaba, habiendo ya profetizado el destino de mi carta, muerta antes de nacer, me lancé llena de curiosidad a conocer nuevas tierras.

De las islas Hawai tenía formada una idea llena de sentimentalismo y poesía. Recordaba aquella música coral tan dulcemente sugestiva, medio religiosa y medio salvaje que tantas veces había oído en nuestro gramófono de casa. Me decía que muy lindo debía ser el país que a sus naturales inspiraba aquellos cantos.

En efecto, es aquél, un encantador país tropical, de clima tan templado y suave como el clima 
de Caracas. La agricultura y las frutas son las mismas; tablones de caña, cafetales sombreados de bucares que se alzaban, inmensos y enrojecidos por sus flores de coral, y por todos lados, piñas, mangos, lechozas, parchas, todas las dulcísimas frutas del trópico. No pude menos de recordar el terruño; la vida de hacienda; los días felices pasados en familia allá en nuestro hogar, los tiempos alegres de Güeregüere y Juan Díaz...

Son los indios que pueblan estos países de color cobrizo y regulares facciones. Según pude averiguar, entre la aristocracia de los aborígenes se destacaban los hombres de gran corpulencia física. Una mujer se tenía por más o menos bella según fuese su tamaño y robustez, considerando la cara un detalle baladí de poquísima importancia. Dicha corpulenta aristocracia, practicaba en secreto el lomi-lomi, masaje complicadísimo y eficaz al cual debían su colosal desarrollo; y, designábanse ellos mismos con el nombre de «kanakas», palabra que en su idioma significa «Los Hombres», lo cual, dicho sea entre paréntesis, era muy poco amable para con los mismos de la democracia.

Corrimos por la ciudad y sus alrededores poblados de preciosísimas quintas, propiedad de los ricos americanos que allí se dirigen durante los meses del verano; subimos a un elevadísimo volcán; corrimos en auto los carainos, y yo me di a comer frutas de todo género; desde las piñas que figuran entre las más distinguidas, hasta aquellas que por considerarlas algo chabacanas no son admitidas generalmente en sociedad, como son por ejemplo los pobres mangos, tan desconocidos y poco tomados en consideración. Sin reparos de categorías sociales, a todas les hice por igual y en cuanto me fue posible, una amable acogida, como era de rigor después de tanto tiempo de no habernos encontrado.

Luego de esta interesante excursión tropical, volvimos a bordo y continuó la travesía.

De entonces acá hemos tenido varias fiestas dignas de mención. Una de ellas fue en celebración de haber pasado el meridiano 180º; hubo baile y brindis, entre los que se destacó uno de Marc, que fue muy aplaudido. Hemos tenido también varios conciertos, y una magnífica conferencia dada por un señor belga, noble orador de Bruselas, la cual versó sobre la literatura moderna francesa.

Pero el clou de la travesía, en non plus ultra de la diversión, fue un baile de disfraces que para mí será de inolvidable memoria. Nosotros sólo tomamos parte como espectadores junto con nuestros amigos Goldman, dos matrimonios belgas, dos suecos, tres señores rusos y algunos más. Todos los demás pasajeros, americanos en su mayoría, formaban la parte activa de la fiesta. Yo no cesaba de preguntarme, llena de estupor, cómo era posible que el espíritu de previsión llegara entre ciertas razas hasta el punto de viajar con un disfraz en el baúl del camarote. En mi candidez no sospechaba todo lo atrevido e inesperado de la imaginación americana.

Vino la noche, y se dio principio a la fiesta. Comenzó el desfile. Las personas se hacían anunciar y entraban en el recinto una a una, con gran prosopopeya y expectación, como es de rigor en dichos bailes... Las sorpresas se sucedían en progresión creciente y cada disfraz era recibido por nosotros con los más ruidosos aplausos y prolongadas risas. Parece que el programa hubiera sido: aligerarse de ropa lo más posible, y sacar a colación el mayor número de indumentaria interior. Una, estaba en piyama con pantuflas y gorro de dormir; otra había utilizado un monísimo traje de baño para disfrazarse de muchacho; varias vestían de hombre; otras estaban de babys, con zapatos y mediecitas cortas, talle largo, banda y falda, muy por encima de la rodilla. Todas entraban con gran soltura y se ponían a bailar con una naturalidad pasmosa. Pero el número uno de la sorpresa, lo que produjo un ¡¡Oh!! general, y una carcajada interminable, fue un personaje del sexo masculino, el cual se llevó el premio de los shoking disfrazándose de salvaje. Para ello decidió ponerse la menor ropa posible, es decir, un minúsculo pantalón de baño y un fleco de cuentas que de la cintura le caía hasta las rodillas; los pies descalzos, una peluca desgreñada y todo el cuerpo hecho un laberinto de arabescos imitando tatuajes. Estaba horrible. Yo me reía, me reía con mis demás compañeros espectadores como en mi vida lo había hecho. Cada movimiento, cada actitud del salvaje era un nuevo tema para desarrollar nosotros todo aquel caudal inagotable de hilaridad.

El baile duró hasta avanzadas horas de la madrugada, y yo me retiré satisfecha, pensado que pocas veces en la vida volvería a presenciar fiesta tan curiosa y original.
  
Pasado mañana probablemente llegaremos a Yokohama, luego de 25 días de viaje. Preparan a bordo fiesta de despedida. Mientras tanto, esperando la llegada, disfrutamos de una temperatura agradable, y en las noches, la más romántica de las lunas nos detiene horas enteras sobre cubierta, donde se fuma, se juega y cada uno va contando anécdotas de su vida o historias de la guerra, en una pintoresca variedad de idiomas.

Yokohama (Japón), mayo de 1919.

Hace ya dos días que dando un último adiós al «Venezuela» y a nuestros compañeros de travesía pusimos pie en el Japón.

Estamos alojados en el «Grand Hôtel» de Yokohama, el cual por su confort, limpieza y demás requisitos, no se le queda atrás a los mejores de Nueva York. En él pagamos el precio algo subido de 30 dólares diarios, circunstancia ésta que demuestra de un modo algo elocuente cómo los japoneses no se dejan quitar la delantera en lo de vivir por las nubes y cómo hasta la fecha baten ellos el récord de las alturas.

Me desquito de sus abusos económicos, saboreando en cambio a manos llenas todo lo pintoresco de sus ciudades y costumbres. Desde mi hotel domino el paisaje: a lo lejos el mar entrándose en la bahía; más cerca, un pintoresco jardín de flores que rodea el hotel, y luego, del lado allá del jardín, miro cómo se van extendiendo en hilera las lindas casitas de Yokohama.

Porque es esta encantadora ciudad, pequeñita y graciosa como una ciudad de muñecas. Todo está admirablemente proporcionado: desde la japonesita que con su kimono ajustado y su sombrilla abierta pasa en un ágil corretear de pájaro, haciendo sonar sus pantuflas de madera, hasta las callecitas regulares y limpias, pobladas de pinos, mandarinas y naranjos, tan altos como mi cabeza. Por el centro del arroyo corre elrishka1, arrastrado por un hombre, y en él pasa, con su sombrilla eternamente abierta, la japonesita distinguida que no quiere confundirse con el público de a pie. Y hay en todo ello tal armonía de conjunto, tanta gracia de actitudes, que al considerar un momento aquel ir y venir de figuritas, cree uno moverse dentro de un minúsculo paisaje de abanico.

Cosa rara; en nuestros medios se ven los japoneses entecos y ridículos con sus pasitos cortos y sus movimientos de ratón; aquí es lo contrario, somos nosotros quienes aparecemos ahora pesados, lentos, de movimientos poco graciosos. Tan cierto es que en esta vida todo es relativo y todo depende del punto de comparación.

Los hombres japoneses me han llamado mucho la atención por varias cosas. Una de ellas es su absoluta inmodestia. Se diría que han resuelto entrar en franca competencia sobre el particular con la mujer occidental; y en   —436→   ese caso, es a todas luces indiscutible que nos llevan la ventaja. Porque, es cierto que nosotras usamos la falda algo corta y el descote un poco largo; pero ellos... ¡Dios mío! ellos hacen mil veces peor.

La indumentaria de un japonés se reduce casi a una fórmula. Usan tan sólo un kimono, el cual debe parecerles todavía algo caluroso e incómodo porque lo dejan abierto de arriba abajo, que a su antojo ondule como una bandera a los cuatro vientos. Además del kimono, sólo existe un pequeño pantalón o pañuelo de seda, pero tan pequeño, tan breve y reducido como son los pantaloncitos de nuestros modernosbabys. Y esto en cuanto a las clases más elevadas, porque el pueblo, considerando el kimono un lujo excesivo, propio tan sólo de dandys, decide suprimirlo por completo y quedarse en pantalones.

Otra cosa me intriga de los japoneses, y es su eterna sonrisa de desdén, donde viene a resumirse toda su psicología extraña. Los japoneses nos admiran y nos odian a nosotros la raza blanca, y saben contener su odio y superarnos las más de las veces. Es la raza más heroica que existe por lo paciente y por lo sufrida. Después de trabajar y observar durante años y años el progreso europeo, mostraron al mundo en la guerra contra Rusia todo su poder y toda la grandeza de su civilización hecha a fuerza de detalles. No quisieron sin embargo admitirlos en el Consejo de las Naciones, y los humillan de continuo, rechazando su inmigración de casi todos los puertos civilizados. Ellos continúan no obstante, sonrientes y estoicos, esperando.

Según he oído decir, la resistencia del samuray, soldado japonés, se dio a conocer en todo su heroísmo durante la guerra con Rusia. El hambre, el frío, el cansancio, los sufrimientos más horribles, los dejaban impasibles y serenos.

El espíritu de paciencia y observación de este pueblo está encerrado en el Jiu-jitsu, lucha japonesa, con la cual pueden vencerse los más grandes y poderosos campeones del boxeo. Es un estudio tan minucioso del cuerpo humano, que con sólo la fuerza de dos dedos, un luchador de Jiu-jitsu puede dejar muerto instantáneamente a su adversario.

Tienen los japoneses gran control sobre ellos mismos, y consideran humillante dejar traslucir sus pasiones o sentimientos. Si una madre está llorando desesperada por la muerte de un hijo, cesará inmediatamente de hacerlo al entrar un extraño; si es éste por añadidura extranjero debe entonces sonreír demostrando así que no le arredra la muerte.

Los matrimonios en el Japón no se hacen nunca por elección de contrayentes, no. Como en los felices tiempos de nuestra Edad Media, este pequeño detalle se deja al cuidado de los padres, y los niños se comprometen de 5 a 7 años, a pesar de lo cual, la mujer japonesa es la más fiel y honrada de cuantas existen. Como sus compañeros de otras razas, bien pueden a su antojo los hombres, divertirse impunemente entre geishas y artistas de todos los géneros; sus mujeres no tomarán jamás la revancha por considerarlo innoble y antiestético. Y así, es muy frecuente en el Japón el caso de dos enamorados que al verse distanciados por un matrimonio o compromiso infranqueable, deciden ambos suicidarse para reunirse allá en la otra vida, en los jardines de Buda.

A la más acrisolada virtud, unen las japonesas la más exquisita delicadeza, el más refinado amor a la estética, y una abnegación resignada y constante. Por lo cual, es un cuadro vivo y continuo de la tierra japonesa, el drama de la dulce Butterfly, abandonada y triste, esperando eternamente la llegada del infiel que en tiempos pasados marchó a lo lejos, y no volverá ya nunca...

Yokohama, junio de 1919.

Ayer, regresamos de nuestra visita a Tokio, capital y corte del Imperio Nipón, la cual muy alegremente realizamos en autos. Dejan los caminos mucho que desear en esta tierra, por lo cual llegamos rendidos de cansancio y asfixiados de calor, después de las consabidas pannes.

Es Tokio la antigua y legendaria Yedo, que supo crecerse en importancia hasta conquistar no sé cuál de los Shoguns quien, al enamorarse perdidamente de ella, la erigió en reina y señora del Imperio. Se extiende a orillas del Sumida, el Río Sagrado partido mil y mil veces por históricos puentes que desde tiempo inmemorial se miran coquetamente en sus clarísimas aguas.

Tokio, como Yokohama, me interesó muchísimo. Visitamos el palacio imperial y el palacio del Mikado; conocimos el más grande Buda del Japón a los pies del cual hicimos fotografías, y luego entramos en los restaurantes y tiendas de la ciudad. Son estas últimas, tan bien tenidas, y se cuida tan estrictamente de la limpieza, que nadie puede entrar en ellas, sin antes ponerse sandalias de madera sobre los zapatos a fin de no ensuciar las alfombras que las cubren. Los restaurantes o tea houses, como dicen los americanos, son también muy curiosos. No existen en ellos asientos ni mesas de ninguna clase; sólo se ven cojines, colocados en el suelo con gran simetría, sobre los cuales se sientan los comensales a esperar el té. Lo preceden mesitas tan minúsculas que sólo levantan una cuarta del suelo, y sobre ellas se dispone la comida o refrigerio.

En Tokio, como en Yokohama, la civilización occidental, intrusa y soberbia, se ha metido por todas partes. Se apropió barrios enteros; tendió hilos y plantó postes en la calle, levantó las casas de varios metros; y hasta se atrevió a morder en un costado al histórico palacio del Imperio. Los tranvías eléctricos se han cogido para ellos toda la calle, y los automóviles acorralan a los pobres rishkas que asustados y tímidos les van cediendo el puesto.

Ante tanta insolencia dan ganas de detenerse, de subirse muy en alto, y con los brazos extendidos como los policemen neoyorkinos hacer señas de que todo movimiento cese para gritar a los de abajo:

-«¡Atrás los automóviles! ¡Fuera los tranvías eléctricos! ¡Abajo los invasores!    ¡Que circulen los rishkas, que pasen los de a pie, que corran las diminutas sombrillas, sin temor de ser ahogadas, y alto, alto, a quien vuelva a turbar el buen orden y concierto de las tres veces santa y sagrada capital del Imperio!»

En nuestra visita a Tokio nos acompañó una muchacha rusa que se ha agregado a nuestra expedición e irá con nosotros hasta Harbin. Es de tan interesante especie que no puedo dejarla pasar en silencio sin hacer mención de ella: pertenece a la juventud feminista de Rusia. Viaja sola. Siendo muy joven y de aspecto muy femenino es una conferencista notabilísima. Tiene gran erudición y un conocimiento muy sólido de la política rusa y en general de todos los asuntos europeos y esto todo, aderezado naturalmente con una cantidad de idiomas increíble como es de rigor entre los rusos.

La conocí en el hotel y ahora nos acompaña, nos distrae y nos sirve de cicerone, porque todo lo sabe.

Es una de las muchas amistades agradables que tengo hechas en lo que llevamos de viaje. Porque es inmensa la disposición que tengo yo para hacer amigos a diestra y siniestra cuando voy viajando. Estos amigos de ocasión son muy útiles y muy amables, y tienen además la ventaja de no tomar demasiada confianza, ni mezclarse nunca en lo que no les importa, circunstancia ésta muy frecuente entre los amigos de otra especie. Marc, a quien desesperan estas teorías, con sus aires de aristócrata ruso, no consiente en hacer amistad sino con aquellas personas que le son presentadas con todos los requisitos del caso. Yo, en cambio, detesto las presentaciones; encuentro que es una manera muy brusca de «romper el hielo» y de acabar con todo el encanto de lo imprevisto.

Si por ejemplo se va Marc a sus quehaceres, y yo cansada de visitar calles he decidido quedarme en el hotel, empiezo a aburrirme como deben aburrirse las ostras dentro de su concha. Si estoy en el salón y hay en él personas de aspecto simpático: ¿por qué no distraerme hablando con ellas para saber de dónde vienen, a dónde van, y demás cosas por el estilo? ¡Nada más inocente! Los procedimientos usados para entrar en materia son algo variados. Algunas veces dejo caer un libro o revista que vienen a recoger y yo recibo con la más encantadora de mis sonrisas. Otras veces, paseando de arriba abajo digo en el idioma ad hoc y en monólogo conmigo misma:

-¡¡Qué insoportable calor!!

Lo cual es tema para una contestación, o para venir gentilmente a ofrecer un abanico.

Cuando entra Marc, me encuentro departiendo con mis nuevos amigos que suelen ser personas de mucha consideración. Yo entonces hago las presentaciones:

-La generala y el general X, condecorado con las cruces de C. y B. Ha hecho la campaña de Oriente y nos llevará a visitar, si tú lo deseas, unas fortificaciones a las cuales no tienen libre acceso los extranjeros.

O bien:
  
-Madame de E., pintora premiada en varias exposiciones; viaja en busca de emociones artísticas y desea hacer mi retrato al pastel, si tú lo permites.

Marc, naturalmente, se encanta con mi retrato, y se interesa mil veces más que yo en la visita a las fortificaciones, cosas todas a las cuales no habría llegado nunca con su sistema de protocolo.

Así hice amistad con nuestra nueva amiga la conferencista, quien de continuo discute política y bolcheviquismo con Marc. En cuanto a mí, comienzo a iniciarme en las intrincadas dificultades de su complicadísimo idioma. He empezado naturalmente por el principio: paso las horas muertas ante el alfabeto ruso; y me doy a compadecer a los pobres niños, quienes no bien salen de la cuna, cuando entran de lleno en esta inmensa dificultad de conocer las letras. Para mayor contratiempo, viene el alfabeto ruso recargado con muchas letras más, las cuales como es natural no corresponden con ninguna de las nuestras. La gramática rusa, por otro lado, no consiente de ningún modo en anclarle a la zaga a la gramática latina, y ha impuesto también ella el intrincado sistema de declinaciones, el cual, para summum de complicación, no consta de cinco sino de siete casos.

Cuando considero todo este conjunto de dificultades tengo momentos de verdadero desaliento y entonces no dudo en confesar, escandalícese el que quiera, que a los siete casos rusos prefiero un millón de veces los siete pecados capitales o las siete Plagas de Egipto.

Shangai (China), julio de 1919.

A mediados de junio, luego de decir adiós a los Goldman y algunos otros de nuestros compañeros de viaje, salimos de Yokohama tomando el pullman japonés, que en menos de 20 horas nos condujo a Kioto, la ciudad más encantadora que darse puede, el más delicioso de los legendarios rincones del Oriente; el home place del Japón como la llaman los americanos.

No hicimos esta vez el viaje en compartimiento privado, por lo cual pude durante el trayecto, observar muy de cerca a las aristocráticas japonesitas que hacían nuestro mismo viaje, y a las que de continuo subían y bajaban al tren, trasladándose de una a otra de sus monísimas ciudades.

Lo primero que advertimos al entrar en el vagón, fue un fortísimo olor a perfume, mezclado con brillantina y polvos de arroz; porque la más chic, la más bonita de las japonesas, es la de pelo más brillante, y la que con más frecuencia saca de su bolsillo la polvera para ponerse sobre las mejillas una nueva capa de perfumados polvos. No cesaba yo de espiar sus movimientos, aquellos complicadísimos peinados, aquel abanicarse continuo, aquellos ojitos casi cerrados que se fijaban con cariñosa admiración sobre nuestras personas. Cuando llegábamos al restaurante, manifestaban ellas el más terrible pánico al sol; se cubrían, se escondían, o se levantaban a cada dos por tres, a cerrar completamente las entornadas persianas. (Ni más ni menos todos nuestros tics, y todo lo que era inveterada costumbre nuestra allá en las asoleadas casas de Caracas). Esta coincidencia de gusto me unió extraordinariamente con mis simpáticas compañeras de viaje, y no cesaba de manifestarles con una amable sonrisa, lo sabias que encontraba yo cuantas medidas se tomasen contra huésped tan caluroso como indiscreto. Cuando volvían al tren, tomaban entonces las posiciones más inverosímiles y graciosas; desdeñaban la comida de las estaciones, y al dar las doce, hora de su almuerzo, sacando unas cajitas de madera muy limpias, donde había un arroz muy blanco, armadas de los correspondientes palillos, palillos que hacían las veces de cubiertos, daban comienzo a la comida sin dejar caer al suelo el más pequeño granito. En todas las estaciones había ocho o diez grandes palanganas, y eran entonces los hombres quienes de continuo bajaban a lavarse cara y manos. Acompañada por tan interesantes personajes, minutos se me hicieron las veinte horas del trayecto; y fue con verdadero disgusto y muy a pesar mío, que hubimos de abandonar el tren, el cual, muy resueltamente se detuvo en Kioto, la estación final.

Es Kioto un refinamiento de Yokohama y Tokio. Su nombre significa «la capital» o «la ciudad de la paz»; porque fue en siglos ya muy lejanos, asiento de los Shoguns y capital del Imperio. 
La cruzan por todas partes riachuelos juguetones, pero de unas aguas tan puras, tan transparentes y cristalinas, que en ellas se reflejan con limpidez de espejo, los árboles que crecen a sus bordes, los puentes que las cruzan, y aquellas lindas casitas que parecen trepar por todas partes como rebaño de ovejas y que son pulidas y blanquísimas como objetos de cerámica. En Kioto, las flores se derraman por todos lados; los preciosos parques de arbolitos enanos con kioskos pintorescos parece que crecieron y se formaron allí para idilio de muñecas; y entre ellos, alegre y juguetona, corre siempre el agua, regando los jardines de crisantemos y parpadeando de blancura entre el verde de aquellas sabanas de musgo, que como esmeraldas muy grandes, van cortando, cortando, la monotonía de los tejados y haciendo de la ciudad, un lindo país de cuento.

Cruzan el paisaje las japonesitas con sus sombrillas abiertas y el sugestivo tic-tac de sus pantuflas, asomando a veces por encima de sus hombros la sonriente carita del niño que llevan guardado sobre la espalda. Van unas de visita, van otras de paseo, van muchas, muchas, a las famosas y antiguas fábricas de Kioto, a tejer sedas; a pintar jarrones; a pulir marfiles; a construir con sus diminutas manecitas de largos y afilados dedos, todas las maravillas que adornarán un día salones y vitrinas allá en el orgulloso Occidente...

Kioto es La Meca del Japón, la ciudad mística y creyente, el relicario que guarda todos los sagrados recuerdos en sus mil templos antiguos. De ellos sólo pudimos visitar dos, luego de descalzarnos muy piadosamente, requisito necesario y sine qua non para penetrar en los dominios de Buda.

Al cabo de unos días, tuvimos que despedirnos de nuestra amable y lindísima Kioto, no sin gran tristeza, como lo habíamos hecho antes con la no menos amable Yokohama. De nuevo tomamos el tren, y de Kioto nos fuimos a Kobe.

Es éste uno de los más importantes puertos del Japón; pero a mi manera de ver, ciudad poco interesante, y de escaso carácter japonés. Permanecimos allí diez días y pude ver de cerca la vida del puerto.

Son los habitantes de este puerto horriblemente desaseados; porque según veo, los amarillos no saben ser sucios sin serlo de veras y hasta un grado inverosímil. Tal vez obedece esta circunstancia al mal olor natural propio de la raza.

No obstante la poca amistad de los habitantes de Kobe con el agua y el jabón, los días transcurridos en él, fueron agradabilísimos para mí. Había frecuentes bailes en el hotel, y realizamos varias excursiones interesantes. Celebramos entre otras, una comida o fiesta de carácter absolutamente japonés, la cual tuvo lugar en una tea-house muy distinguida, sitio predilecto de la Emperatriz y la corte cuando se hospedan en Kobe.

Y fue ello, que luego de encargar una nutrida orquesta sin olvidar el consabido cuerpo de baile, nos vestimos todos nuestras floreadas kimonas de seda, con largas bandas y anchísimas mangas. Adornamos las señoras nuestras más o menos ondulantes cabelleras con vistosos crisantemos, y allá nos fuimos todos luego de calzarnos las indispensables pantuflas de madera que conducidas por nuestros pies hacían un ruido ensordecedor. Íbamos todos muy serios y muy metidos dentro de las circunstancias. Entramos en el imperial salón seguidos de aquel especie de prolongado trueno que surgía de nuestros pies, y luego de saludar a algunos de nuestros invitados japoneses que ya se encontraban en él, comenzamos a solazarnos con todas las bellezas que adornaban aquel recinto, tan escaso de muebles como habitación desalquilada; todas sus maravillas estaban resumidas en los riquísimos tapices y alfombras que decoraban paredes y pisos. Nos sentamos al cabo sobre el suelo, del cual, apenas nos separaba el espesor de unos lujosos y mullidos cojines; y en aquella posición, que a pesar de lo distinguida ycomme il faut, no dejaba de tener cierto parecido con la que suelen tomar las ranas, seguimos contemplando a distancia tantas maravillas, sin hacer aspavientos ni cruzar impresiones, como es de absoluto rigor entre personas bien educadas. No se hicieron esperar gran cosa los otros invitados y comenzó la fiesta. Por todos lados aparecieron camareras provistas de las minúsculas mesitas que fueron esparciendo ante cada comensal, y se dio principio a la comida mientras lloraba una música quejumbrosa y ligadísima, y las geishas o bailarinas con movimientos muy lentos iban poco a poco desarrollando su baile. Empezamos nosotros entonces a hacer juegos malabares con los clásicos palillos, y pronto me convencí yo que aquello iba tomando el mismo sesgo del suplicio de Tántalo, porque el menú no estaba desprovisto de interés, y decididamente no había esperanzas de llegar hasta él, provistos de armas tan insignificantes como inútiles. Me resigné a manifestar gran desdén por cosa tan trivial y baladí como es la de alimentarse, mientras que allá en mi yo   —442→   interno, echaba muy de menos los tiempos felices, de infantil inconsciencia, en que se coge la comida con la mano. Terminamos el banquete bebiendo el té verde y saboreando el aristocrático sake, que hace las veces de nuestro champagne y se bebe tan caliente que lengua, garganta y estómago quedan maltrechos de tan ardiente bebida.

Brindamos luego por parejas a la moda japonesa, la cual consiste en un procedimiento tan desagradable como sencillo: bebe una de las dos personas en la copa y bebe luego la otra tomándose el residuo de la primera; si queda licor en la copa, pasa ésta a manos de la segunda pareja que hace lo mismo y así sucesivamente. Para evitarme complicaciones tuve la precaución de beber siempre en primer término; y con brindis tan original se dio por 
terminada la fiesta.

También en Kobe tuve ocasión de asistir a una representación teatral. La monotonía de la música, la incomodidad de la postura siempre en el suelo; el poco interés del argumento, que para nosotros casi no existía, puesto que nada comprendíamos, no nos divirtió gran cosa. No pude menos que recordar aquella representación de «La Túnica Amarilla» por los Guerrero-Mendoza, tan admirablemente encajada en su carácter chino y la cual suscitó numerosas discusiones entre los dilettantes caraqueños.

En fin, después de permanecer diez días en Kobe, dijimos un último adiós al Imperio y a bordo de un vapor japonés, nos embarcamos rumbo al continente luego de hacer escala en Chimanasaki, Nagasaki y Mogy.

Atravesamos para ello el Canal de Bungo, que es el mar de los japoneses, porque entrándose en su tierra corta divide el Imperio en las tres grandes islas de Kiuschu, Shikoku y Hondo, y en mil otras islitas de todas formas y tamaños. La travesía de Bungo Canal nos proporcionó pues, la ocasión de admirar uno de los más hermosos paisajes marinos del mundo. Aquel millar de islitas y rocas se reúnen y se agrupan formando centenares de archipiélagos, y son las aguas tan transparentes y tienen un color azul tan extraño, que al cruzarlas, cree uno navegar en un mar de leyendas, sobre un palacio de cristal azul en que habitan las hadas, y las ondinas y las ninfas mitológicas.

Al tocar en Chimanasaki se rompió todo el encanto de aquel viaje de ensueño. Bajamos a lunchar. Es aquella, una isla de pescadores, pero tan sucios, tan miserables y harapientos que el aire parece envenenado por los malos olores. Tan terribles eran las ráfagas mal olientes que hasta nosotros llegaban, que hubimos de usar todo el tiempo nuestros pañuelos a guisa de máscara contra gases asfixiantes.

Con gran placer y bienestar volvimos al vapor, y continuó la travesía. El mar iba ahora cambiando, cambiando, hasta que al fin, el azul turquesa se fue perdiendo lejos, allá en el horizonte y entramos en una agua tranquila de color cenagoso, como río enturbiado crecido: era el Mar Amarillo. Navegamos en aquella inmensa charca con dirección al Oeste hasta poner pie en el continente asiático, desembarcando en el puerto chino de Shangai luego de haber tocado en Nagasaki y Mogy.

Es Shangai una ciudad absolutamente europea, donde predominan los ingleses y franceses a pesar de ser importante el elemento americano. El barrio inglés especialmente, es tan bueno con sus anchas avenidas y magníficas casas, como puede serlo el mejor de Nueva York. No hay aquí sabor local, ni se oyen lenguas incomprensibles; todo está al alcance de mi inteligencia, y tengo cierta satisfacción al encontrarme de nuevo entre mis semejantes, aunque sólo sea de paso y por cortísimos días.

Harbin (Manchuria), setiembre de 1919.

Al fin hemos llegado a Harbin, punto y término final de nuestro viaje.

Fue con gran bienestar que sacudiendo de mis sandalias el polvo del camino, volví a la vida de hogar, dulce y apacible... ¡Tenía el espíritu tan cansado de errar por mares y tierras extrañas, en un andar incesante de peregrinos!

¡Desde Shangai hemos corrido tanto, tanto, que guardo confusas en la memoria la imagen y las emociones suscitadas por ciudades, y pueblos, y paisajes, todos diversos, todos ya olvidados y lejanos!

Desde Shangai, ciudad china, donde tuve el placer de permanecer algunos días entre ingleses y franceses; asistiendo a comidas y representaciones teatrales; oyendo devotamente la misa del domingo seguida de un sermón pronunciado en la teológica lengua de Bossuet; de Shangai, volvimos de nuevo a bordo y de nuevo nos internamos en el charco rojizo y cenagoso, llamado Mar Amarillo, siguiendo esta vez la dirección noreste hasta llegar a la península de Liao-Tung en el golfo de Corea.

Desembarcamos en dicha península y nos dirigimos a Dairen, ciudad histórica por haber desempeñado gran papel durante la guerra ruso-japonesa. Ya en camino para Dairen decidimos visitar antes a Chang-sing-tao o Tsingtao, por abreviación, ciudad no menos célebre que la primera, llena de un interés más vivo y palpitante por tratarse esta vez de asuntos de mayor actualidad.

Era Tsingtao antes de 1914 una floreciente ciudad alemana, limpia y sonriente, poblada de quintas que se extendían a uno y otro lado de largas y hermosísimas avenidas. Vivían felices y patriarcales los habitantes de Tsingtao hasta que estalló la guerra en la lejana y belicosa Europa y los japoneses pusieron sitio a la ciudad conocida y célebre por sus fortificaciones. Cayeron éstas al cabo, luego de tenaz resistencia y abandonadas ahora por los japoneses, quienes se contentan con sacar de ellas un buen rédito, van a visitarlas en constante romería viajeros y turistas.

Allá nos fuimos nosotros, muy curiosos por ver de cerca uno de los lugares que fue teatro de luchas y sufrimientos durante los años sangrientos de la guerra. Puedo decir que pasé en ellas uno de los momentos de mi vida de más aguda y dolorosa emoción, tan viva se apareció ante mis ojos la imagen horrible de la muerte.

Como decía, dichas fortificaciones están abandonadas y a obscuras, porque siendo subterráneas y no funcionando los aparatos eléctricos, no llega hasta ellas la luz del día. Como en los tiempos de los primeros cristianos, íbamos pues, uno tras otro por los largos y estrechos corredores, siguiendo la lámpara de aceite de nuestro guía, cuya luz incierta, al menor movimiento de su brazo, cesaba de alumbrarnos, dejándonos en las más profundas tinieblas. Despedían tal humedad las paredes que el agua en algunos lugares nos llegaba a los tobillos. A una y otra parte, veíanse las indicaciones que en otro tiempo sirvieron para orientarse en aquel dédalo de corredores; decían en alemán y en grandes letras rojas: Hospital, Sala de vendajes, Sala de operaciones y luego, por todas partes, arriba, abajo, sembrada la pared, como epitafios en un cementerio, eran desesperadas inscripciones de despedida, gritos de dolor ante la muerte que se acercaba. Marc, provisto de un fósforo iba traduciendo del alemán y yo le oía con el alma oprimida de angustia. Una de las inscripciones que pude a toda prisa copiar en mi carnet decía así:

«Al que leyere: Hemos sido sorprendidos por traición. Somos apenas 300 alemanes en lucha desesperada contra 200000 japoneses. Moriremos con valor y sin rendirnos, Viva nuestro honor; viva la Patria».

Había allí la inmensa desolación de los recintos donde la muerte ha revoloteado angustiosa y terrible. Parecíanos revivir todo el drama sombrío de las catacumbas. Eran las mismas tinieblas, las mismas inscripciones de muerte, la misma tragedia subterránea, el mismo afán de dominar el mundo desde las entrañas de la tierra, la misma sangre, el mismo sacrificio de miles y miles de inocentes...

Cuando salimos de allí volviendo a la luz del día, el sol ardiente y generoso caldeaba la tierra; yo, con el alma oprimida aún por el dolor, no cesaba de pensar: ¿Por qué destruirse así? ¿Por qué odiarse tanto, cuando la vida es tan linda, y la naturaleza nos enseña a todos el amor y la alegría?

De Tsingtao fuimos a Dairen, y una vez allí distando sólo cuatro horas de Puerto Arturo, nos llegamos a conocer la histórica ciudad donde se asestó el primer golpe al entonces invencible Imperio Moscovita. Marc, y demás rusos, contemplaron con curiosidad y con religiosa tristeza, todos los trofeos que en recuerdo de su victoria conservan allí los japoneses.

Volvimos a Dairen y en Dairen tomamos el tren japonés que luego de largo viaje nos condujo al fin a Harbin. Durante el trayecto visitamos aldeas y ciudades absolutamente chinas donde resultábamos nosotros elementos del todo exóticos. Las vimos grandes y pobladísimas, donde pululaban a millares aquellas cabezas uniformes, de un parecido desesperante. Las vimos silenciosas y dormidas; todas iguales y monótonas, todas eternamente chinas.

A veces tuve ocasión de divertirme contemplando espectáculos de la vida chinesca, algunos de los cuales me resultaron interesantes y risibles. Mucho me llamó la atención entre otras cosas, la costumbre que tienen los peluqueros chinos de ejercer su oficio en las plazas públicas y al aire libre. Porque es preciso saber que un chino distinguido y bien educado, se hace peinar cada tres o cuatro días por su peluquero; la clase media se peina cada ocho  o quince, mientras que el pueblo, menos cuidadoso de su cabellera, lo hace todos los meses. Más de una vez me extasié yo, por consiguiente, como chiquillo de la calle, mirando la paciencia con que aquellos horribles personajes se hacían tejer una trenza larga y apretadísima, circunstancia que es de rigor en un chino elegante y de buen gusto.

Al fin, luego de tanto correr y tanto andar, hemos llegado a Harbin, donde permaneceremos mientras Marc termina sus trabajos de instalación y fundación del Banco. Es ésta una ciudad formada casi toda por elementos rusos. La vida en ella es escandalosamente cara. Con gran trabajo hemos encontrado una quinta muy mona y pequeñita, rodeada de árboles y flores. En ella hemos colgado nuestro nido, mientras llega la hora de emprender de nuevo el regreso hacia el Occidente familiar y lejano. ¿Para llegar a él volveremos a desandar lo andado? ¿Atravesaremos la Siberia y las desoladas estepas de Rusia hasta llegar a Petrogrado? ¿O navegando por el mar de la China y el Océano Indico remontaremos el Mar Rojo hasta desembocar por el canal de Suez en el Mediterráneo? Nada sabemos aún y todo depende del rumbo que tome el «caos ruso».

Nuestra vida social es alegre y animada. La revolución ha arrojado hacia estos lados un inmenso contingente de rusos que vienen a esperar pacientemente el final de la borrasca. Son muchos de ellos grandes señores que tuvieron tierras y siervos y grandes riquezas. Todos son fastuosos, y todos gastan y se divierten sin que la revolución les haya hecho mella. Ellos han encarecido la vida de esta ciudad en otro tiempo apacible y tranquila, y tras ellos se han venido músicos y bailarines y artistas de todo género. Los teatros y cabarets se abren a las dos de la madrugada y en ellos he asistido a espectáculos y conciertos de un arte tan refinado y exquisito, como hasta la fecha no había oído ni visto.

Mi vida de ménage no puede ser menos complicada y poco laboriosa. Gracias al inmenso abismo que por cuestión de idiomas me separa de mis feísimos cuanto ladronísimos sirvientes, no tengo con ellos el menor contacto. Siguiendo la costumbre del país, mis fámulos pertenecen todos al sexo masculino y los designo con números en lugar de nombres. Hay uno, el principal entre ellos, que hace el papel demaître d'hôtel o mejor dicho de Ministro de Hacienda, dadas las facultades omnímodas de que suele estar investido. Dicho personaje, designado con el título de Boy N.º 1, acostumbra saber inglés o francés y es en la casa Señor de Horca y Cuchilla. Vienen luego ascendiendo en número y descendiendo en categoría simultánea y sucesivamente: Boy N.º 2 o sirviente de mesa, Boy N.º 3 o cocinero y Boy N.º 4 o culí, el cual hace el humildísimo papel de fregona. Boy N.º 1 se encarga absolutamente de todo; no hay sino proveerlo de fondos y nada más. Él hace por su cuenta toda clase de combinaciones matemáticas con los otros tres números: los regaña, los cambia, los despide, toma otros nuevos, dispone el menú, despacha el cocinero, y en sus días de humor negro, llega hasta a pegarle al culí sin que tenga yo que intervenir ni mezclarme absolutamente en nada. Esta vida, lejos de toda prosa, sería deliciosa y encantadora, si no fuera porque a los cuatro días de haber entregado al Ministro de Hacienda Boy N.º 1 la suma necesaria para vivir feliz y tranquila durante un mes, se presenta dicho señor Ministro a interrumpir mis aristocráticos ocios para decirme con una cara alegre y sonriente como unas pascuas que ya se ha acabado todo el dinero dispuesto para el mes. Luego con un profundo suspiro lleno de conmiseración, exclama:

-¡La vida está tan cara!

He sido presentada a muchos amigos de Marc que vivieron en Moscú, Petrogrado y Vilna. Todos hablan de él en los términos más halagüeños; todos se asombran de verle trabajar por cuenta de un banco extraño, cuando ellos, los Bunimowitch tienen sus grandes bancos en Petrogrado y Vilna.

Y es que Marc no espera como ellos a que pase la borrasca cruzado de brazos, no, él pertenece a la Rusia enérgica y viril, que sabrá al cabo salir a flote de tantos descalabros.

Algunas veces hablando con los rusos, comienzan ellos a describir la hecatombe de su tierra; y es una caravana de dolores y de muertes la que va surgiendo en sus relatos; la descripción del horrible martirio de Rusia, aislada por su posición geográfica, acorralada por sus contrarios, sin municiones con qué defenderse, minada por la revolución, calumniada de inteligencia con el enemigo y por fin abandonada y sola en medio de una de las revoluciones más horribles de la historia.

Marc oye todo en silencio, mientras yo voy leyendo en sus ojos el dolor que durante meses y meses le tortura. El dolor inmenso de sentirse errante con la patria ensangrentada, el hogar destruido y dispersos a los cuatro vientos cuantos lo formaban, sin saber a punto fijo ni su paradero, ni la suerte que el destino les prepara.

Al verle tan preocupado quiero distraerle de su tristeza y poner algo de optimismo en sus ideas; entonces con tono teatral y profético, y en un lenguaje incipiente, lleno de tropezones, exclamo, haciéndome la rusa:

-¡¡Pasarán los días de prueba y de desolación, volverá a alzarse el sol en el horizonte y seremos de nuevo el inmenso todopoderoso e invencible Imperio Moscovita!!

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