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sábado, 5 de octubre de 2013

Carta de Teresa de la Parra a don Miguel de Unamuno, julio de 1925




A don Miguel de Unamuno

Es a usted, mi estimado amigo y maestro, a quien debo, más que a nadie, la satisfacción íntima y serena, depurada de toda vanidad, de haber escrito un libro.

Cuando lo conocí y le dediqué mi novela en el almuerzo literario de hace algunas semanas, pensé que no iba usted a leer ni una de sus 520 páginas. Es verdad que con acento austero y patriarcal de abuelo vasco, había demostrado interesarse muy vivamente por su raza española de más allá del mar. Habló de ella con pasión, como si hablara de su propia ascendencia, «verdadera resurrección de la carne» explicó usted. Pero también es cierto que luego, con el mismo acento austero de abuelo vasco, y con aire además muy despectivo, habló de las personas superficiales, de las mujeres cuya única ocupación es el vestir, y de todos aquellos que confunden lamentablemente el modernismo o moda con la verdadera elegancia: la escultórica, la que reside en el ademán y en el esqueleto, como la del Esopo de Velásquez en sus harapos, o como la de Ulises al presentarse desnudo ante Nausícaa. Deduje que mal podía encontrar gracia ante sus ojos una novela, cuyo órgano directo de expresión, como el teclado en un piano, era casi todo el tiempo la preocupación de la elegancia, no la escultórica, sino la otra, la de la equivocación lamentable, la del modernismo o moda. Y me fui convencida de que novela y autora habían de parecerles igualmente triviales e indignas de atención.

Grandísima fue mi sorpresa el otro día, cuando al entrar en un recinto oí que hablaba usted de Ifigenia ante numeroso auditorio: ¡Ya estaba leído! ¡Y con lujo de pormenores anotado! La analizaba usted detalle por detalle, sin entusiasmos ni elogios, sino con esa paciente curiosidad con que examina el naturalista un insecto del campo o la flor silvestre que por primera vez ha llamado su atención. Mi presencia no alteró ni un ápice el hilo de su conversación, y siguió detallando el libro como si entre la autora y la recién llegada no existiese el menor lazo común. Yo sentí al instante el milagro del desdoblamiento, me hice también auditorio, y por primera vez, encantada, libre de censura y de elogios directos, sin asomos de vanidad, tuve la sensación noble y reconfortante de «haber escrito».

Quiero darle las gracias por el milagro de desdoblamiento, quiero dárselas por el juicio escrito, pero quiero dárselas sobre todo por estas 4 páginas que recibí anteayer, apretadas notas, hechas con lápiz al calor de la lectura. ¡Cuántas son y qué llenas están de vida!

Los elogios son sobrios, sólo dicen indicando página y párrafo «Bien», «Muy bien» y algunas veces «¡Muy bien!», sin dar razones lo cual es una forma de generosidad, porque mi imaginación puede elegir lo que más le agrade, ¡y en ratos de fecundo optimismo, forjarlas y elegirlas todas!

Las objeciones son mucho menos lacónicas. Como algunas de ellas terminan en un punto de interrogación, me persiguen sin cesar con su voz de pregunta. Yo quisiera acallarlas, pero ellas no se avienen al silencio. Necesito pues contestar algunas de las que tengan a mi entender contestación, o sea defensa, porque hay otras, lo confieso, que al igual de la Esfinge, ¡se quedarán interrogando eternamente!
  
Copio pues las escogidas, bajo el párrafo aludido, y con el número correspondiente de la página tal cual usted lo ha hecho, voy contestando:

Pág. 52 y 53... «tiene para todas las criaturas la dulce piedad fraternal de San Francisco de Asís»... Yo no creo que la piedad de Gregoria fuese precisamente franciscana, ¿o es que se refiere usted entonces a ese San Francisco elegantizado por una leyenda turbia? Me es difícil saber cuál es mi San Francisco, don Miguel ¡he visto pasar tantos! Al primero lo recuerdo entre las nieblas sonrosadas y confusas de mi primera infancia, cuando aún no sabía leer. Lo conocí en una oleografía presidiendo la hospitalidad de cierta casa amiga, sobre el portón cerrado del zaguán o vestíbulo, tal cual acostumbraba hacerse allá en Caracas. Era como el portero complaciente y mudo de aquella casa. Yo solía contemplarlo a mi sabor mientras venían a abrir. Lo representaba la oleografía, abrazando al Crucificado, con los estigmas que despedían cinco rayos y el globo del mundo bajo sus pies. Este primer San Francisco portero, si bien me entretuvo a ratos, no encendió jamás mi cariño ni mi admiración. Tal vez porque mis ojos recién abiertos a la vida juzgaban a las personas según las apariencias, y aquel pobre capuchino de sandalias y cerquillo, tan semejante a cualquier contemporáneo, tan inferior al dulce Crucificado, no podía evocar el prestigio del pasado ni el esplendor augusto del cielo. Desde entonces, han seguido desfilando ante mi vista diversos San Franciscos, en cuadros, esculturas, sermones y versos decadentes, hasta conocerlo por fin, descrito por Jörgensen y por la Pardo Bazán. Estos dos autores despertaron definitivamente mi admiración y mi ternura por el santo tal cual si le hubiera visto en su dulce andar sobre la tierra hablando y sonriendo. ¿Será éste por fin el verdadero?... Confieso que no he leído aún el San Francisco de Sabatier y que no conozco el texto entero de «Las Florecillas». En todo caso, el San Francisco a que aludo en mi novela es aquel suave y descalzo hermano de todo cuanto existe; el que llegó a cantar a «la hermana muerte», el que a fuerza de amar toda pobreza, amó en el Hermano Junípero la miseria fragante de su inteligencia, y el que de haber conocido a mi vieja lavandera, pobre, negra y fea, en vista de la humildad alegre de su espíritu, no hubiese titubeado en llamarla también: «Hermana Gregoria».

Pág. 111... «abuso y soberbia de la inteligencia...» ¿Y qué me dice usted del abuso y soberbia de la tontería?

Pero es que «Tío Pancho» no parangona aquí la inteligencia con la tontería, sino que la parangona con las luces naturales del instinto a los que juzga superiores y mucho más amables. Yo considero que la tontería no es ininteligencia, sino debilidad de inteligencia, con desorden comunicativo en las ideas y gran facilidad de palabra para manifestarlo. Me parece como usted que el tonto es con frecuencia más funesto que el torpe, y creo que ambos son más incómodos que el bruto con lo cual vuelvo a caer en las mismas ideas que expresaba Tío Pancho.

Pág. 113... «La gran armonía del Universo basada en la resignación   —562→   completa de las víctimas...» ¿Y esa resignación no es a veces el divino desprecio hacia el tirano?
-¡Cierto! Yo también pienso que en toda resignación y en todo sacrificio hay un divino desprecio hacia alguien o hacia algo, un divino desprecio inactivo, que no pide venganza ni espera justicia, y que duerme tranquilo con el dulce sueño de la serenidad.

Pág. 47 «...Las monjas acaban por olvidarse de sí mismas a fuerza de no mirarse (bella expresión) en los espejos...» Como uno se olvida de sí mismo, Teresa, desdoblándose y vaciándose, es a fuerza de mirarse en el espejo. ¿El espejo nos da acaso nuestro fondo?
-No. Pero recuerdo que María Eugenia Alonso no hablaba aquí del alma. Hablaba del rostro de la apariencia exterior. Era la belleza física de su amiga Mercedes Galindo, a la que ella aludía. Y de ésa, con sus caprichosas alternativas y dolorosas decadencias, sólo nos habla el espejo, o las espontáneas manifestaciones ajenas que también vienen de otro espejo: los ojos.

Pág. 149. «...la mentira, dulce hermana de paz...» ¿La verdad, entonces, hermana de la guerra?
-¡Sí; sí; yo creo mil veces que sí, aunque usted no lo apruebe! Perdóneme esta insubordinación agravada y aparente cinismo. Pero los que tenemos el espíritu orientado hacia la verdad, no tanto por virtud, como por un natural indolente, distraído o falto de imaginación, conocemos las amarguras de guerras encendidas, por verdades imprudentes que podíamos muy bien haber dejado dormir en la penumbra. Esto desde el punto de vista de egoísmo o conveniencia. Desde otro punto de vista, el de la piedad y altruismo, considero que la verdad, desencadenada en nuestra boca, puede producir heridas tan dolorosas, crueles e inútiles como las que producen fusiles y cañones en tiempo de guerra. Creo en suma, que si al conocimiento de la verdad debemos algunos instantes de exaltada satisfacción, es el de su perpetua ignorancia quien nos concede en cambio el feliz aprecio de nosotros mismos y la cordial consecuencia que de ello resulta: estar siempre de acuerdo con nuestra propia persona y con todas aquellas otras que acompañándonos en la vida nos la siembran de flores, porque también aprendieron a venerar, discreta y bondadosamente, dicha afable ignorancia.

Pág. 259... «¿Por qué no publica usted más versos?»
-Porque sólo he hecho en toda mi vida, a costa de mucho esfuerzo, dos o tres poesías que juzgo bastante mediocres. Yo creo que en el fondo de casi toda poesía lírica, hay un impudor de alma que se desnuda, y el impudor necesita gran pureza de forma, a fin de no exponerse a ser reprochable o a ser cómico.

Pág... «...el único objeto de la fe es la esperanza... La aparente irreligiosidad de la pobre señorita que escribió porque se fastidiaba, es una forma de religiosidad y nada me extrañaría que María Eugenia Alonso acabara en devota, ya que no en mística, y mucho menos en asceta. Su verdadera   —563→   tragedia está expresada allí, en su sed de inmortalidad, si no en el sentido católico y judaico, en el otro en que ya le he hablado: el helénico y platónico. ¿Es por eso por lo que escribió y no por fastidio? ¿Por qué no escribió usted «hastío» que es más castellano y más enérgico?

-El título primitivo de mi novela era: Ifigenia, y como subtítulo: «Diario de una señorita que se aburre». Antes de terminar el libro, se publicaron unos fragmentos encabezados tan sólo con el subtítulo. Debía anunciarse la aparición de los fragmentos, y para ello, antes de remitir mi manuscrito, di el título de viva voz para el anuncio. Publicaron por error: que «se fastidia» en lugar de que «se aburre», y yo no corregí, en parte por inercia o acuerdo con lo va establecido, en parte también porque la substitución me advertía que si la palabra «fastidio» era menos precisa, resultaba en cambio más espontánea o natural dentro del léxico venezolano. La acepté pues como un venezolanismo, y corregí el libro de acuerdo con el nuevo título. No creía entonces que mi novela fuese más allá de Venezuela. Pero estoy muy de acuerdo con usted: en español de España, en castellano, la palabra «fastidio» que tiene otras acepciones no expresa de una manera precisa la idea del hastío. Muchísimo me complace el comprobar que prescindiendo de tantas otras, es ésta la única objeción que me hace usted, en cuanto a léxico ¡ésta misma que mi oído me advirtió muy a tiempo! Y digo mi oído, don Miguel, porque es en él donde la analogía, la sintaxis, la retórica, el diccionario de galicismos, y aun el de la Academia, han tejido al azar su caprichoso nido, sin colaboración ninguna de mi parte, tal cual las aves del cielo y como Dios les ha dado a entender. Desde allí promulgan leyes que yo no me esfuerzo en recopilar: y que un travieso espíritu tan propicio a las artes como rebelde a las ciencias me obliga de continuo a obedecer. Yo escucho atolondradamente sus locas insinuaciones, con ellas por todo bagaje me voy a escribir y me consuelo de tal pobreza pensando que esa agradable virtud la de humillar así la inteligencia, que su soberbia puede expiarse con terrible pena de pedantería, y es servidumbre caer bajo su dictadura, ya que nunca fue ella, sino nuestra madre la necesidad y nuestro buen hermano el uso, los autores de toda gracia y toda naturalidad...

...«Y ahora un consejo: no se preocupe de lo que digan, ni dejen de decir de su libro; recójase en sí; tire el espejo, Teresa...» -¡Recogerse en sí! No sabe qué de acuerdo estoy con ese paternal consejo, que me he dado a mí misma tantas veces, sin obtener como resultado sino la tristeza, el remordimiento y la humillación de no haberlo seguido nunca. Y si como usted tanto aprecio el recogimiento, no es porque el trato con mi propia persona me parezca especialmente interesante, sino porque es en la soledad del alma donde suelen visitarnos, con sus rostros más amables y sonrientes, las imágenes de nuestros semejantes. Allí entablan alegres y amenísimas tertulias en donde las palabras corren libremente, sin que las emponzoñe el deseo de brillar ni las cohíba el temor de resultar indiscretas. En cuanto al espejo, créame, el culto diario que le rindo por rutina y sin asomos de fe, está   —564→   cruelmente castigado por aquella aridez espiritual de que hablan los místicos: ausencia de la divina gracia por tibieza en el fervor. Creo que el espejo, no solamente nos vacía o nos desdobla como usted bien dice, sino que nos multiplica además hasta lo infinito en partículas tan insignificantes, que las vamos perdiendo como alfileres, por salones, dancings y casinos, sin que nos sea posible volver a encontrarlas nunca. Prueba de mi poco fervor al espejo, don Miguel, es que muchas, muchas veces, mirando desfilar maniquíes en las exposiciones de las casas de moda, mientras mis pobres se entornan, agobiados por todas las zozobras de la indecisión y de los precios inabordables, sorprendo de pronto a mi espíritu, que furtivamente, sin más traje que sus dos alas de nostalgia, se ha ido volando, camino de aquella otra exposición que usted conoce muy bien: la que se extiende a orillas del Sena desde el Quai de la Tournelle, al Quai d'Orsay, la que bajo el cielo, la lluvia y el sol, abre a todos los ojos sus generosos cajones, la tan amable de aspectos como afable de precio: la exposición de libreros de lance ¡vieja amiga llena de regalos y de ricas sorpresas a quien siempre tengo presente y a quien nunca voy a ver!... No, yo no hubiera inventado el espejo. Si como Narciso me ahogo todos los días en su insípida atracción, no es por convencimiento, créalo; es por arraigada tontería, por obstinado espíritu de asociación, por inercia de hoja seca, que corre, salta y se destroza sobre la corriente con apariencia de inmenso regocijo; es, en una palabra, por esta cómoda mentalidad de carnero que nos conduce por la vida a hombres y a mujeres, en plácidos y apretadísimos rebaños. De todo lo cual deduzco que no debemos engreírnos ni despreciarnos demasiado por nuestras propias acciones, ya que como opinaba el buen abate Coignard: viles o nobles no son enteramente nuestras, las recibimos de todas las manos y casi nunca las merecemos.

Esperando que tendré el gusto de verlo pasado mañana, y que sabré entonces lo que piensa de esta última herejía lo saludo con todo mi cariño, y mi gran devoción.

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