Por Oneirú Caraballo para Literofilia
Antes de referirnos a cualquier otro asunto o detalle sobre su vida y obra, apremia decir que la escritora Teresa de la Parra (1889-1936) posee una prosa transparente con el tono singular de una conversación deliciosa. En sus textos la sensación de leer es reemplazada por un “sonido” sedoso que encierra al lector en un burbuja de una cadencia impecable, sutil y sofisticada. Sus obras son un cristal impoluto y su dicción literaria, inmejorable. En la figura intelectual de Teresa convergen las nacionalidades española, francesa y venezolana como un todo indisoluble.
Escribió tres cuentos fantásticos que se cree que datan del año 1915. Narraciones que hilvanan tres historias ambientadas en ese espacio aislado del mundo al que se le suele asignar el nombre de hogar, morada o habitación; tienen como títulos: El ermitaño del reloj, El genio del pesacartas y la Historia de la señorita grano de polvo, bailarina del sol. En ellas los objetos cotidianos cobran vida y virtudes y defectos humanos para animar un pequeño universo sobre la mesa de un poeta, en el interior de un reloj, en el armario de un comedor o en el rayo de sol que se cuela en la alcoba de una dama. Son relatos cortos que poseen una candidez y una gracia inusual y concisa. Lo más parecido a pasear por un lugar indeterminado pero salvajemente ameno.
En El ermitaño del reloj; un pequeño monje capuchino, que cree ser parte imprescindible del mecanismo de un reloj de mesa, abandona una noche, su eterna tarea de tocar las horas del reloj –a instancias de una bella figurilla de la Reina de Saba– para conocer las magníficas historias de la vida de los objetos que habitan en las afueras de su pequeña “casa-reloj” y a su vez descubrir “que su trabajo y su sacrificio diario no eran sino de risa, casi, casi un escarnio público”.
El protagonista de El genio del pesacartas es un gnomo “de alambre, paño y piel de guante” que después de un sinnúmero de peripecias logra llegar a un puesto nunca antes alcanzado por uno de su especie: ser “el genio del pesacartas sobre el escritorio de un poeta” y tal proeza llenó su personalidad de pedantería, soberbia y arrogancia hasta que un revés inesperado le hace perder para siempre su reinado sobre la superficie del escritorio.
En la “Historia de la señorita grano de polvo, bailarina del sol”, un muñeco de fieltro sostiene una placentera conversación con su dueña, a la que le confiesa su intenso enamoramiento por una mota de polvo que una mañana observó flotando, con infinita gracia, en un rayo de sol que se filtraba por una ventana y que era un ser extraordinario que, según su ilusión, “como rostro no tenía ninguno propiamente hablando. Te diré que en realidad no poseía una firma precisa. Pero tomaba del sol con vertiginosa rapidez todos los rostros que yo hubiese podido soñar y que eran precisamente los mismos con que soñaba cuando pensaba en el amor”.
Estos tres cuentos sólo comprenden una parte de la producción temprana de Teresa de la Parra y son anteriores a la creación de su obra cumbre Ifigenia, pero en ellos ya se siente perfectamente el aroma por los universos íntimos, rebosantes de simplicidad y delicadeza que caracteriza la mayoría de sus obras. Las cuales dejan en el lector la sensación de un encierro cálido y confortable, sin nunca dejar de ser lugares provistos de rejas y candados invisibles.
En junio de 1923, Teresa de la Parra envió un larguísima carta a Juan Vicente Gómez –dictador supremo de Venezuela– demandándole ayuda monetaria para publicar su novela Ifigenia, diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba, y aunque no tuvo respuesta, en la actualidad el gesto nos puede llegar a parecer poco elegante, si ignoramos el contexto histórico que lo enmarca, pero sobre todo se puede considerar la prueba de la sólida confianza que tenía la escritora en el valor de su propia obra. Obra reducida y limitada por una tuberculosis pulmonar que acortó la vida de la autora a cuarenta y siete años que, sin embargo, abarca cuentos, novelas, ensayos, conferencias y diarios de viaje.
Ifigenia, su obra más importante y difundida fue publicada en 1926 en Francia. En ella lo que en la ficción y en la realidad se suele llamar “la moral y las buenas costumbres” quedan, ante el lector, grotescamente pintarrajeadas como las más absurdas de las cárceles mentales del ser humano, a través de la mirada rebosante de vitalidad de la protagonista principal. Ya que sólo desde su punto de vista se dibuja con maestría la concepción del mundo de los personajes que la rodean y del universo que los encierra. La frivolidad que ocupa gran parte del tiempo de la joven protagonista, incluye un significado más profundo y complejo: el mecanismo inconsciente que embellece lo absurdo de su entorno y, a su vez, la lucha inútil contra un destino inmerecido del que no podrá huir.
Muchos de los personajes de Teresa de la Parra son esclavos de un rumbo injusto, deambulan por universos íntimos, cerrados casi herméticamente al resto del mundo, atrapados en el ritmo monótono de un espacio doméstico casi deleitable. Incluso su diario privado pocas veces se aleja de la intimidad de ese pequeño mundo para posar su mirada en la calle y sus alrededores. Sin embargo, el lector pasea muy a gusto por ese cosmos que se encierra con vanos y muros, en compañía de una prosa que jamás se empaña, porque el tono cadencioso de grata conversación en ningún momento aburre al lector, sino que acaricia su pensamiento con una acogedora habilidad.
(La obra completa de la escritora se encuentra reunida en un volumen editado por la Biblioteca Ayacucho, titulado, Teresa de la Parra: Obra (Narrativa, ensayos, cartas) Caracas, 1991.)
Fuente: http://literofilia.com/?p=7737
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