Magister en literatura Latinoamericana y doctora en letras,
Venezuela. luzmarina.rivas@gmail.com
Fecha de recepción: 16 de febrero de 2010 Fecha de
aceptación: 28 de febrero de 2010
Todos los lectores del famoso Quijote recuerdan con una
sonrisa el genial episodio del cura y el barbero, haciendo un inventario de los
libros de Don Alonso Quijano, buscando cuáles podían haber sido las lecturas
perniciosas que habían causado la demencia de éste para que se hubiera creído
un caballero andante, justiciero y enamorado, y pretendiera vivir en persona la
vida de los personajes literarios. Igualmente, la lectura de Madame Bovary, nos
muestra a una mujer del campo, con una vida monótona de esposa de un médico
rural, enfebrecida con historias románticas, a través de las cuales se escapa
de la sujeción de su sexo en su época. Queriendo vivir historias de amor
apasionado, con el esplendor de una riqueza que estaba lejos de poseer, intenta
reescribir en su propia vida las historias románticas de la literatura,
buscando amantes que ve con los ojos de sus lecturas.
Cuando se le criticó a Ana Teresa Parra Sanojo –Teresa de la
Parra, para todos nosotros- que su novela Ifigenia (1924), podía ser una lectura
perjudicial para las jóvenes de su tiempo, por alentar en ellas una peligrosa
independencia y una inaceptable desobediencia, ella se defendió diciendo:
El diario de María Eugenia Alonso no es un libro de
propaganda revolucionaria, como han querido ver algunos moralistas
ultramontanos, no, al contrario, es la exposición de un caso típico de nuestra
enfermedad contemporánea, la del bovarismo hispanoamericano, la de la
inconformidad aguda por cambio brusco de temperatura, y falta de nuevo aire en
el ambiente (Parra, Teresa de la: 473).
En efecto, María Eugenia Alonso es, como el Quijote o Madame
Bovary, una enfebrecida lectora que se identifica con las lecturas románticas
de las jóvenes de su tiempo y quiere vivir su propia aventura. La literatura
constituye un escape para su vida de mujer pobre pero decente, a quien se
alienta para que logre a través de su belleza y distinción, a través de sus
apellidos, un buen matrimonio. Para ella, el mundo sólo puede explorarse en los
libros que lee en la intimidad de su habitación. La literatura, como
experiencia vicaria, que permite vivir a través de la lectura lo que otros
viven en el mundo de la ficción, es el escape de esta Bovary criolla, de quien
el hablante implícito de la novela se ríe más de una vez. María Eugenia no es
feminista, según dice, porque no puede identificarse con unas señoras que usan
unos zapatos tan feos; es más bien una niña frívola y apasionada, que ansía un
buen matrimonio, tal como se lo señala su tío Pancho y reiteradamente también
Abuelita. Es, entonces, la fantasía literaria lo que marca buena parte de sus
transformaciones como personaje: la identificación con el idilio de Pablo y
Virginia en la animada conversación celestinesca de Mercedes Galindo, junto con
el saber que Gabriel Olmedo tiene posibilidades de labrar alguna fortuna,
desatan la pasión por éste, quien en un primer encuentro le había parecido algo
tosco, muy moreno y hasta presuntuoso, para que un tiempo después admirara sus
blanquísimas manos de pianista, libres de anillos ostentosos como los que
exhibía César Leal. María Fernanda Palacios (2001) dice, hablando de Mercedes
Galindo, que ella:
(
) se va convirtiendo en un doble
de tía Clara, y es otro de esos espejos
temibles en los que la muchacha lee su destino. Si el de Clara se llama
soltería, el de Mercedes se llama «matrimonio» y los dos son igualmente
espantables y terminan en «sacrificio». Entre uno y otro la única escapatoria
posible es la evasión del cuento de hadas, la irrealidad del amor (p. 94).
Podríamos decir que María Eugenia, en este punto, aún no
huye del matrimonio. Puede espantarla en ese momento el matrimonio infeliz al
lado de un hombre desagradable, pero no la idea de casarse. Más bien, el ver su
propia figura, parecida a la de tía Clara, hacia el final de la novela, la
hacen recapitular sobre la ruptura del compromiso que pensaba plantearle a
César Leal:
Instintivamente, volví la cabeza para mirarme al espejo, y
en efecto descuidada como estaba, me encontré pálida, sin vida, ojerosa, casi
fea, y me encontré sobre todo un notable parecido con la fisonomía marchita de
tía Clara. Dado el estado de pesimismo nervioso en que me hallaba, aquel
parecido brilló de pronto en mi mente como la luz de alguna revelación
horrible, recordé también aquella frase que había oído decir muchas veces a
propósito de tía Clara: «Fue flor de un día. Preciosa a los quince años, a los
veinticinco ya no era ni la sombra de lo que había sido
»
(p. 301).
Por supuesto, el discurso que llevaba preparado, no sale de
sus labios. Más bien, sentimientos de cobardía acompañan los balbuceos con que
intenta aplazar el matrimonio, no romper el compromiso. Como muy bien apunta
Julieta Fombona,
María Eugenia Alonso se casa con el espeso y vulgarísimo
César Leal, y repite así, como farsa, las sencillas crónicas de amor y
matrimonio entre jóvenes pobres y virtuosas y ricos caballeros que le cuenta
Abuelita para consolarla de su pobreza (p. XV).
Precisamente, por su pasión literaria, luego de la
conversación con Mercedes Galindo, imbuida también de lecturas de grandes
amores, María Eugenia cae en la trampa del romanticismo. Se enamora
«librescamente» de Gabriel Olmedo. Más adelante, ella vivirá en la hacienda de
su tío Eduardo una ensoñación pastoril, en sus paseos vespertinos, que
irónicamente la alejan de las noticias de su amado. En esos paseos, da rienda
suelta a su imaginación literaria. Los emprende con su primo Perucho «que es mi
escudero y es mi acólito, en estas peregrinaciones sentimentales» (p.150). La
retórica romántica es el vehículo de las descripciones de la hacienda:
(
) yo, sola y desnuda, creyendo
ser el alma viva del paisaje, me hundía en la
ansiada frescura de mi pozo predilecto. Y recuerdo que aquel día, sumergida en el pozo, perdí
como nunca la noción de mi propia existencia, porque
el rodar del agua me tenía la piel adormecida en no sé qué misteriosa delicia,
y porque mis ojos vagando por la altura, olvidados de sí mismos, se habían
puesto a interpretar todos los amores de aquella muchedumbre de ramas que se
abrazan y se besan sobre su lecho del río (p. 149).
Es en este espacio natural, opuesto al espacio urbano, pero
indisolublemente asociado a la evasión de las lecturas románticas, donde María
Eugenia se permite sus ensoñaciones más nutridas y la expresión de un aún
tímido erotismo con imágenes sensuales asociadas con la naturaleza. Es allí
donde le escribirá a Gabriel, una carta apasionada, donde se compara a sí misma
con la Sulamita y a Gabriel con el rey Salomón, para condensar en clave
romántica y exótica su deseo:
Tendida estoy sobre el ardor de la arena, y cubierta con mis
joyas y abrasada por la sed, vigilo atentamente el horizonte, porque yo quiero
ser la primera en ver lucir a lo lejos el brillo de palanquín, mi triunfante
Salomón.
Yo soy tu amorosa Sulamita, Gabriel, y para la fiesta del
amor con que te aguardo, he vestido ya mi lindo cuerpo con la pompa de la
desposada en el palacio del Rey (p. 155).
Como puede verse, está muy lejos María Eugenia de un
feminismo liberador. Es todavía en sus fantasías la princesa que quiere ser
rescatada por el príncipe. Sin embargo, María Eugenia lleva un diario. La
escritura creadora, desahogo de la frustración que le produce la opresión
doméstica, da cuenta de sus contradicciones, por ejemplo, de lo torpe que se
siente cuando se queda sin habla frente a César Leal, luego de una muy
planificada entrada en escena, muy libresca, como una princesa autosuficiente y
encantadora.
En la escritura, María Eugenia se va deshaciendo de sus
imposturas, de las máscaras con las que quiere verse y de las casillas y corsés
con las que la familia la aprisiona. En la escritura del «yo», se revela la
confidencia, la autenticidad. Se hace más verosímil como personaje; se burla de
sí misma y adquiere la libertad de expresarse que no se le permite más allá de
su habitación. En la escritura, María Eugenia se desnuda, se construye como
subjetividad y devela con ironía los absurdos de su entorno. Fuera de ella, la
palabra le es confiscada. No tiene derecho a opinar, queda mal si se muestra
sabihonda; sólo el silencio y la sumisión la hacen parecer virtuosa a los ojos
de la sociedad patriarcal. Su escritura devela, además, las estrategias del
débil. En ella hace apología de la mentira y el fingimiento como defensa frente
al poder patriarcal, cuestiona los discursos masculinos de adoración
mitificadora como los del poeta colombiano del barco, los del poder del tío
Eduardo o los discursos retóricos, vacíos de sentido, de César Leal en el
congreso. En sus contradicciones, el hablante implícito se burla de María
Eugenia. El clímax de esto es la decisión de no huir con Gabriel por retrasarse
para buscar una maleta donde cupiera su trousseau rosado, que no podía dejar
por nada del mundo. Igualmente, el hablante implícito se burla de ella cuando
esconde su escritura íntima diciendo que sólo anota recetas de cocina y el tío
Pancho la desenmascara diciéndole que los ingredientes dialogan unos con otros,
pues hay signos de interrogación y admiración en esas «recetas».
El hablante implícito no toma en serio a María Eugenia
cuando hace suya la palabra ajena de Abuelita, de tía Clara y de Leal. María
Eugenia decide asumir esos discursos como máscara: representa como una actriz
lo que se espera de ella, pero en su interior bullen aún las inconformidades
imprecisas y el sueño de un matrimonio que le restituya los bienes de los que
su tío Eduardo la ha despojado. La ironía está en lo mal que le queda el
disfraz, en lo visible de sus costuras, en la conciencia que tiene el propio
personaje de que se mueve en su propia casa como en el escenario de un teatro.
Así, el personaje por un lado asume como propios los discursos ajenos y por el
otro, en su intimidad, sabe a conciencia que está representando un papel
asignado en este Gran Teatro del Mundo por la sociedad que lo impone. Ella
representa un papel que no se cree:
«(
) El único
objeto de mi carta es advertirle que si continúa
usted persiguiéndome con proposiciones indignas,
pase lo que pasare, pondré en cuenta de ello a César Leal»
Al llegar aquí, el nombre «César Leal» me sonó demasiado
pomposo por su doble significado, y me pareció que podía prestarse al ridículo.
Entonces borré las dos palabras, y puse sobre lo borrado «mi novio». Pero como
la tinta se corriese un poco, demostrando el reemplazo de palabras, decidí
inutilizar la carta, escogí de nuevo muy cuidadosamente otro pliego, copié en
él lo escrito y seguí:
«
advertiré de
ello a mi novio. Es preciso que usted sepa que no estoy sola. Tengo quien me
proteja, y quiero decirle de paso, que quien sabrá defenderme contra usted,
será mi marido dentro de ocho días, porque lo aprecio mucho, lo quiero con toda
mi alma y lo considero además muy superior a usted, desde todo punto de vista.
Y firmé: María Eugenia Alonso» (p. 305).
Aquí la borradura en la escritura del diario muestra la
conciencia de esta torpe joven que se autosabotea a sí misma, que encuentra en
la literatura una vía para la evasión y también un sueño que la sigue sujetando
los viejos estereotipos femeninos, que se apropia de los discursos ajenos para
escribir con ellos encima de los suyos, que se oculta y se devela, que se
engaña a sí misma y a los demás, pero lo sabe. Ella se ve a sí misma en el
arquetipo de Ifigenia, junto con todas las mujeres que asumen como femenino el
espíritu de sacrificio, sin cuestionarlo. Ifigenia es una novela de
des-crecimiento. El personaje va pasando de la inconsciencia juvenil a la
alienación consciente, al discurso ajeno. La literatura romántica y el ensueño
del amor imposible la conducen de manera paradójica al matrimonio y al
sacrificio, pero por un camino casi ridículo. El motivo del trousseau tiene
algo de la muerte tragicómica de Calisto al caer de la escalera en La
Celestina. Lo terrible del sacrificio femenino, parece decirnos el hablante
implícito, es que no tiene los visos de lo grandioso ni de lo heroico. La
procesión de las mujeres va por dentro. Ni siquiera se nota y no vale la pena
el sacrificio. La evasión de la literatura le propone un camino imposible: los
grandes amores son imposibles; por ello el detalle del trosseau es apenas un
pretexto. Tanto la imaginería literaria como el imaginario social colocan a las
mujeres en el camino del matrimonio y la protección masculina. No hay salida,
de todos modos, para María Eugenia. Su comedia es una tragedia.
Tan sólo le queda ser ella misma en la creación de su
escritura, aunque sea secreta. En ese desahogo se encuentra con su propia
subjetividad, que como explica Mabel Burin, desde el psicoanálisis «será
considerado como sujeto psíquico alguien que pueda configurarse como deseante (
)» (p. 72). También explica esta autora, que luego de la Revolución Industrial, en el siglo XIX se acentuó la
necesidad de indagar en la subjetividad, privilegiar los propios deseos y
necesidades individuales y la búsqueda de
una identidad personal más allá de la división del trabajo, aunque admite que
las mujeres tienden a desear tener un hijo o ser objeto del deseo de un hombre,
como lo hace María Eugenia, aunque ella también desea lo que a las mujeres no
les está permitido desear: fortuna propia, decisión sobre el uso de su tiempo,
libertad de movimientos, libertad de escoger a un compañero, acceso a la
modernidad. Esos deseos se formulan libremente en la escritura, pues en el
intercambio social generan censura. Abuelita la tacha de egoísta. Precisamente,
el pensar en sí mismas hace de las mujeres «egoístas» en la sociedad
patriarcal, donde el sacrificio femenino se da por descontado.
Cuando María Eugenia escribe, utiliza la primera persona,
hecho novedoso para su momento, cuando todavía la narrativa privilegiaba al
narrador omnisciente. Para Rosa Rossi (1993), es importante la sexuación del
hablante. Nuestra protagonista habla de sí misma, se construye a sí misma en
una carta y un diario. La primera está dirigida hacia su mejor amiga; el
segundo es para sí misma. La imagen que compone está construida por fragmentos,
como cuando intenta ver por pedazos su rostro en un espejo de mano. Esta
fragmentación nos remite a sus contradicciones: se sabe bella pero se finge
modesta; quiere la libertad que da el dinero, pero la busca en la protección
masculina; tiene la pulsión de saber, de la que habla Mabel Burin, la pulsión
epistemofílica, pero la esconde porque se la censuran: cambia la lectura por el
bordado y busca convencerse a sí misma de que eso la hace mejor mujer.
En síntesis, Ifigenia juega con la escritura a dos niveles.
Por una parte, la pasión novelesca gana a nuestra protagonista, le propone
formas de sentir y de expresar lo femenino, le impone experiencias vicarias que
no la sacan del encierro doméstico, pero la hacen inauténtica. Participa así
del bovarismo del que hablaba Teresa de la Parra. Por otro, su propia
escritura, la escritura íntima en la que se construye como sujeto, devela sus
contradicciones y desengaños, la muestra en su tragedia cotidiana, se burla de
su entorno, subvierte el poder que la oprime, pero no la salva del destino que
la sociedad patriarcal le impone.
Por otra parte tenemos una tradición de la memoria
inaugurada en 1929 con Memorias de Mamá Blanca, novela de infancia de Teresa de
la Parra. De esta novela se ha dicho que es una novela nostálgica del orden
colonial. La historia de las siete hermanitas en la Hacienda de Piedra Azul que
luce como un lugar ahistórico, casi mítico, con la armonía de un paraíso
terrenal, es más bien una alegoría de la inocencia original de la infancia. Sin
embargo, en la Advertencia inicial, encontramos a Mamá Blanca anciana, quien
narrará la historia en primera persona. Sus papeles, tamizados por la mirada de
la joven dedicada a las letras que los hereda, con quien hizo amistad cuando
ésta era apenas una niña, van mostrando las fisuras de ese paraíso: la
separación de la sociedad en castas, la incomprensión entre éstas, las
revoluciones que pasaban de lado, los reveses económicos. De nuevo, el discurso
en primera persona establece una subjetividad que evalúa los hechos desde un
tiempo lejano, el de la vejez, donde es posible el guiño irónico.
Así, hay una condescendencia frente a la madre que ponía
nombres a sus niñas parecidos a los que el ordeñador ponía a las vacas;
igualmente, sonríe al recordar a su madre frente a la inútil tarea de celebrar
matrimonios entre los campesinos que vivían en concubinato en la hacienda. La
madre de Blanca Nieves, como María Eugenia, era una voraz lectora de historias
románticas y les contaba éstas a la niña embelesada mientras le hacía moñitos.
De ahí, los nombres inadecuados. La fascinación de Blanca Nieves por aquellos
cuentos le quita el respeto de sus hermanas, en especial de la aguerrida
Violeta, que se burla de su boca abierta y sus moñitos. Así ironiza Mamá Blanca
el mundo femenino en la sociedad patriarcal, en particular, el de las lectoras
de novelas románticas. En ese supuesto paraíso, el primer pecado que cometían
las niñas, dice, era nacer con su sexo. Las memorias de Mamá Blanca es un
compendio de diferentes modelos de lo femenino: la suavísima Blanca Nieves que
tiene nombre de princesa de cuento de hadas, pero una apariencia física que
desdice de su nombre y de lo que él evoca, una niña trigueña de cabellos
lacios; la brusca Violeta, que nada tiene en su personalidad para evocar esa
humilde flor y, sin embargo, ostenta los ricitos tan ansiados por Blanca
Nieves; la etérea Mamá, de habla florida y ademanes cursis y la recia Evelyn,
con su lenguaje económico sin artículos, mujer de acción y de poder.
Para Teresa de la Parra, según lo explica en su primera
conferencia dictada en Bogotá, el feminismo no era una revolución sino una
evolución que debía rastrearse en las mujeres antecesoras. Aclara que aunque
siente fascinación por la Colonia, está muy contenta de vivir su propio tiempo.
Esta visión de cómo se relaciona el pasado con el presente de las mujeres es
visible en la novela: Mamá Blanca, anciana escribe, escribe sobre su vida para
las generaciones siguientes y le pasa el testigo a una joven moderna, de quien
apenas sabemos que ejerce «la profesión de las letras» y de cuya comprensión
está segura: Ya sabes, esto es para ti. Dedicado a mis hijos y nietos,
presiento que de heredarlo sonreirían con ternura diciendo:
«¡Cosas de Mamá Blanca!» y ni siquiera lo hojearían.
Escrito, pues, para ellos, te lo legaré a ti. Léelo si quieres, pero no se lo
enseñes a nadie. Me dolía tanto que mis muertos se volvieran a morir conmigo
que se me ocurrió la idea de encerrarlos aquí. Este es el retrato de mi
memoria. Lo dejo entre tus manos. Guárdalo con mi recuerdo algunos años más (p.
321).
De esta manera, Teresa de la Parra invoca la tradición como
fuente de saberes, anclajes para la mujer moderna. En esta novela, el vehículo
es la escritura. Se trata de una escritura íntima, de una autobiografía
ficcional escrita con la distancia evaluadora de la vejez. Aquí no encontramos
una subjetividad construyéndose fragmentariamente, sino una subjetividad
madura, menos grandilocuente que la de Ifigenia, con la sencillez de quien está
de vuelta, con la libertad de quien no tiene deudas o reclamos para la
sociedad. Mamá Blanca es un ser marginal, pero libre. No está atada a las
convenciones de sus nueras y de sus hijos, de cuya tutela se escapa. Sus
transgresiones no son peligrosas. La vejez la protege dándole la licencia de la
excentricidad. Las memorias de Mamá Blanca no se comprende sin la Advertencia
inicial, que da cuenta de esa escritura y de la reunión de lo ancestral con lo
nuevo, del pasado con el presente en la metáfora de la amistad de dos mujeres
que se origina en los extremos de la vida: niñez y ancianidad, extremos que las
alejan de las exigencias sociales y los atavismos patriarcales. El rescate de
la memoria en esta novela va más allá del rescate de lo femenino ancestral.
Busca rescatar la historia excluída, la historia cotidiana, las costumbres de
otras épocas, la historia de los excluídos como las mujeres y los subalternos,
como Vicente Cochocho, el lenguaje oral de otro tiempo con sabor castizo, el
pasado que explica el presente, con sus desaciertos y con sus bondades.
En sus dos novelas, Teresa de la Parra marca pautas que
serían recogidas y recreadas por diferentes narradoras posteriores. De una u
otra manera, la escritura de la primera Ana Teresa estableció para las
generaciones siguientes la construcción de la subjetividad femenina, la
escritura femenina que reflexiona sobre sí misma y sobre los diferentes
lenguajes, el examen de las formas diferentes de ser mujer y el rescate de la
memoria de las mujeres.
Este personaje verosímil, que es María Eugenia, atrapada
entre su necesidad de libertad y el deseo de complacer a quienes le rodean,
tendrá ecos en Aurora, la protagonista de Tierra talada, novela publicada por
primera vez en 1937 (reeditada en 1997), de Ada Pérez Guevara. Aurora, en claro
homenaje de la autora a Teresa de la Parra, es una joven del llano, que lee
Ifigenia. A través de esta lectura, se produce una identificación como puede
verse en este diálogo, en que la metaficción teoriza sobre la escritura
femenina:
«-Me sucede una cosa muy divertida. La María Eugenia ésa del
libro tiene algunas cosas exactas a mí, como si yo fuera ella. Y creo que, como
es un libro de mujer, la mujer del libro es una mujer de verdad, y se parece un
poco a todas las mujeres.
-Bueno, ¿y usted, es mujer de verdad?
- (
) Mire, lo que quiero decir, Mauricio,
es que yo encuentro en algunas novelas escritas por hombres que las mujeres de
estas novelas no son reales, son mujeres raras, casi fantásticas. Puede ser que
las haya así. Pero yo no las he visto; y pienso que como ellos son hombres por
más inteligentes y grandes escritores que sean, no pueden saber cómo somos las
mujeres por dentro. Casi siempre somos dos. Una por dentro y otra por fuera.
Por más que no querramos; no es culpa de nosotras. ¡Y ustedes ven la de afuera»
(pp. 96-97).
Aunque Aurora, a diferencia de María Eugenia, se plantea
trabajar; sin embargo, también era lectora y soñadora. También se prenda de un
cuento de hadas sobre una joven que tenía un espejo mágico que le daría el
rostro de su futuro esposo: «Ahora el cuento que lee, la absorbe toda, hasta
hacer de ella protagonista fiel» (114). Pese a los deseos de autodeterminación,
pese a que en cierto momento de la novela Aurora tendrá un empleo, ciertamente
el matrimonio es también su destino y su sueño. El empleo, como cajera de una joyería,
le muestra la otra cara de la discriminación femenina: la mitad del salario de
un hombre y la explotación laboral. Como María Eugenia, es un personaje dual,
que contiene dentro de sí a una mujer transgresora y a una mujer ancestral1:
Y sueña Aurora, en estos días, encontrarse con un hombre
«íntegro» como lo anhelaba tía Rosario, para quererlo, para tener una casita,
un nido, y allí toda la dicha del mundo, escondida. Sueño, color de veinte
años, de muchacha de provincia, que a pesar de su mucho leer y cavilar, ve un
solo camino dichoso en el mundo, un solo camino claro: el matrimonio (p.114).
Tres años más tarde, en 1940, Irma de Sola Ricardo
publicaría Síntesis, un libro de cuentos en el que se incluye el relato
«Leticia». Los eufemismos asociados con la naturaleza para referir una
experiencia erótica femenina en oposición a la mayor vigilancia de la conducta
en la ciudad recuerdan en buena medida los paseos campestres de María Eugenia
Alonso en Ifigenia, que le permitían sentirse más libre con respecto a su
propio cuerpo. Sin embargo, el erotismo es mucho menos tímido:
Caminaba distraída con el foete en una mano cuando la detuvo
idéntica impresión a la del día anterior al ver al hombre tras la reja del
jardín. Y ahora era en el corral, la embargó la misma sensación que entonces y
con chispeantes ojos contempló cómo el gallo y las gallinas escarbaban el suelo
y se estrujaban con verdadera lujuria contra la tierra húmeda del jardín. Los
vió y se sonrió. Ella también tenía el instinto, como aquellas aves, de
revolcarse contra las hierbecillas frescas del campo. Le encantaba ese frescor
de la verdura donde ella podía acostarse y sentir sobre su carne tropical el
calor y el vaho de la fecunda tierra. A veces pasaba horas así. Con los
cabellos en desorden, los brazos abiertos, la nariz dilatada; como en comunión
con la savia que rodaba bajo su pujante cuerpo, creía ser otro árbol de tantos
que reciben su ración de alimento de los senos robustos de la madre tierra (p.
55).
En la herencia de Teresa de la Parra, seguiría Ana Isabel,
una niña decente (1949), de Antonia Palacios, memoria de una infancia citadina,
encerrada en los prejuicios de una sociedad aún pueblerina, donde las mujeres
sólo tenían algún espacio de libertad en la plaza durante la infancia y quedaban
enclautradas en el espacio doméstico al despuntar la adolescencia. En la
rebeldía de Ana Isabel reencontramos de alguna forma a la valiente Violeta de
Memorias de Mamá Blanca. Curiosamente, en esta novela se invierten los roles
sexuales: Ana Isabel tiene comportamientos que Mamá Blanca llamaría varoniles:
juega en la plaza con toda clase de niños, es capaz de defenderse con golpes,
alza la voz, es inquieta. Por el contrario, su hermano es pacífico y obediente.
En la casa de Ana Isabel, es la madre el eje que sostiene, moral y
económicamente, el hogar. El padre, enfermo, sólo está para recordar la
alcurnia familiar como consuelo de la pobreza.
Múltiples cuentos de Laura Antillano, en especial los de La
bella época (1969), «La luna no es de pan-de-horno» (1977 y 1988) y la novela
Perfume de gardenia (1982) reivindican los mundos de la infancia y la conexión
de las mujeres feministas y modernas con las mujeres precedentes, madres y
abuelas, que han dejado legados. Las sagas femeninas, el encuentro y la
sucesión de los roles de abuela, madre e hija son temas reiterados en buena
parte de la narrativa de Laura Antillano. Esto queda particularmente plasmado
en el cuento mencionado, en el que la hija que escribe una larga carta a su
madre muerta, encuentra en ella misma los rasgos y los gestos de aquélla.
También los recuerdos de la infancia son vías de acceso al mundo de la madre.
De otra manera, Altina, joven madre profesional, rastrea sus
orígenes y los de su familia en Haití, en Amargo y dulzón (2002), de Michaelle
Ascencio, intentando explicarse la historia familiar por vía de las mujeres, de
las tías y abuelas precedentes, de un hilo de la memoria que reúne a unas
mujeres con otras, hasta que ella se hace de una memoria propia que legará a su
hija Coralia. En esta historia interesa la explicación de la identidad. Está
presente el sentimiento de desarraigo de quien ha debido dejar su país en la
infancia y la necesidad de encontrar las propias raíces. Probablemente, un
desarraigo parecido podría haber sentido la autora de Las memorias de Mamá
Blanca, sabiéndose ya al final de sus días y queriendo rescatar tanto su
infancia como la memoria de su propia tierra, experimentando con el habla
popular y con la descripción de una cotidianidad muy venezolana.
La pulsión de saber, de explicarse su origen, comienza en la
infancia. Ya en las primeras páginas aparece el recuerdo infantil de Altina, de
verse frente al lecho de muerte de su abuelo en un hospital en Cibao, el Haití
de la ficción. Para la niña, el abuelo desconocido como desconocida es la
historia familiar. Este será un recuerdo reiterado a lo largo de su vida. No
hay aquí exactamente una historia de infancia, sino la necesidad de recuperar
el pasado por vía femenina. Se formula el deseo como la necesidad de discursos,
requeridos a la madre, como Blanca Nieves le pedía cuentos a la suya. Altina
«quería una historia larga, de muchos sucesos y bastantes capítulos» (p.14-
15). La madre aparece, entonces, como el eslabón más cierto con el pasado, a
través de su capacidad fabuladora.
Mucho después comprendería Altina, convertida ya en mujer,
que fue ese, en realidad, el mejor legado de su madre, cuando en las tardes,
sentada en su mecedora, trazaba la historia ante su hija, con la misma firmeza
y seguridad con que su lápiz, siempre demasiado corto y con la punta roma,
marcaba la tela para cortar el vestido imaginándoselo perfectamente terminado
sobre el cuerpo de la cliente (pp. 11-12).
La visión de esa madre en la mecedora se prolonga hasta la
ancianidad de la narradora de historias, quien a los ochenta y cuatro años
continuaba contando sentada de la misma manera. En su viaje de regreso a Cibao,
Altina encontrará a otras madres en la fiel servidora de la casa, Finelia,
sabedora de todos los secretos, sacerdotisa del culto vudú, y en las muchas y
diversas tías que se irían remontando hasta los tiempos de la plantación
colonial. Cabe destacar que Finelia es una vieja sabia, como la Gregoria de
Ifigenia y la Fabiana de En cristales de cuerdas de arena (2000), de Carmen
Vincenti. Estas tres viejas criadas se caracterizan por ser depositarias de la
memoria familiar, conocedoras de la intimidad de sus amas y guías en asuntos
femeninos y certeras en el arte de la subversión mediante estrategias del
débil.
La historia rescatada es la historia excluída también, la
intrahistoria de los débiles, y en especial, de las mujeres, contada en voz
baja, en diálogos al amparo doméstico, informales y orales. También en esta
novela se reúnen las mujeres ancestrales con la mujer moderna. Al final de la
novela, encontraremos a Altina como guía de su hija Coralia, contándole las
mismas historias escuchadas, que ésta repetirá desde su infancia.
Por otra parte, Ifigenia deja su huella en la obra de Laura
Antillano. María Eugenia tiene muchos aspectos en común con Leonora Armundeloy,
protagonista de Solitaria solidaria (1990), la cual escribe en su adolescencia
un diario también y sueña con el amor de su primo Sergio Gentile, quien
adquiere rasgos de príncipe literario en las primeras páginas de la novela. Las
primeras páginas del diario de Leonora rememoran la retórica romántica de María
Eugenia. Sin embargo, el lenguaje irá cambiando. La escritura será liberadora
para este personaje, pues dura el tiempo suficiente como para que Leonora
madure como mujer y como ser humano con deseos y metas propios. También en esta
novela, el verbo oral resulta confiscado por el poder. En muchas ocasiones
Leonora debe callar, como María Eugenia.
Como homenaje a Teresa de la Parra, aparece En cristales de
cuerdas de arena (2000), de Carmen Vincenti. Desde los múltiples epígrafes
tomados de los más románticos discursos de María Eugenia Alonso, hasta la
construcción de la anécdota, Teresa de la Parra se actualiza en esta novela. La
protagonista es Isabel, joven del siglo XIX, una protagonista díscola como
María Eugenia, quien en la intimidad de su habitación se escapa a otros mundos
y a otras épocas a través de los sueños, vertidos en narraciones, que le cuenta
a su fiel nana, Fabiana, la cual aparece, como hemos dicho, como arquetipo de
la sabiduría popular. En los sueños de Isabel, ésta se reúne con las mujeres de
lo que sería el futuro siglo XX. Ahora bien, el personaje de Isabel encarna a
una Madame Bovary criolla, pero con más recursos que la de Flaubert. La novela
nos la muestra al principio en su adolescencia, próxima a casarse con Esteban,
un médico joven y prometedor, de temperamento suave y costumbres monótonas, que
nos recuerda al pacífico marido de la célebre Emma Bovary. Isabel, de espíritu
fogoso y con una libido exigente, vivirá una historia de amor tormentosa con
Santiago, su tío político, lo cual no obsta para que se realice el matrimonio
con Esteban. Isabel sabe muy bien la incompatibilidad de su pasión con la vida
rutinaria del matrimonio, como sin saber de sus aventuras se lo dirá la voz de
la abuela:
No, mijita, para ser una inteligente, buena y digna esposa,
y entender las inmensas responsabilidades del matrimonio, la mujer tiene que
ser abnegada y discreta, tiene que poder sobrellevar bien las calamidades, que
son muchas, saber dirigir a los criados, estar encima de todo. Porque lo
contrario es el desorden y la ruina, yo que se los digo.
(
) Como si la vida de casada fuera
uno de esos folletines que andan por ahí –continuó la anciana imperturbable –, llenos de heroísmos y
romanticismos. Como decía el padre el otro Domingo, esas tonterías no hacen
sino envenenar el alma y el corazón y poner en peligro el candor que debe
conservar toda mujer para ser madre. (p.199).
En efecto, como sucedía con María Eugenia, la educación
familiar para el matrimonio coexistía con la lectura de esas novelas
«perniciosas». Sin embargo, en esta novela el bovarismo criollo adopta una
nueva modalidad. Isabel logra mantener ambas relaciones sin morir en el
intento, sin suicidios ni sacrificios, apenas con los sobresaltos esperables de
un amor clandestino, para descubrir que poco a poco Santiago se irá haciendo
casi un marido posesivo que la cansa con sus reclamos. Sin embargo, ella tiene
hijos de ambos hombres, se acostumbra a los dos y, finalmente
se queda con los dos, rompiendo irónicamente
el esquema romántico de la entrega a un solo
amor. Destacan en la novela las escenas amorosas en escondites rurales, donde
de nuevo se asocia la naturaleza con la expansión
amorosa. En su madurez, simplemente se busca a sí misma más allá de los
hombres, en su taller de alfarería. La clave de esa madurez está en los sueños
con las mujeres del futuro, es decir, las que tendrán más recursos, las del
siglo XX. Esta solución del final del siglo XX, en una novela donde las grandes
obras de literatura se encuentran intertextual y metaficcionalmente (nótese que
el título de la novela es una frase clave del cuento «Las ruinas circulares» de
Jorge Luis Borges), parece ser la respuesta de una atenta lectora que se hace
novelista. Carmen Vincenti parece haberle tomado la palabra a Teresa de la
Parra, sobre el bovarismo criollo y le permitió a su propio personaje, lo que
no podía permitirle la primera Ana Teresa: vivir la aventura de Madame Bovary
pero cambiar su final trágico.
Algo parecido hace la protagonista de El exilio del tiempo
(1990), de la segunda Ana Teresa, es decir, Ana Teresa Torres. En esta novela
hay subjetividades femeninas que se cuentan a sí mismas, personajes rebeldes
como María Eugenia y sumisos como Tía Clara, dentro de una misma familia, que
se suceden generación tras generación, quienes en sus discursos escondidos en
la intimidad confesional, subvierten la palabra patriarcal. El hilo de estas
confesiones lo lleva la más joven, una adolescente sin nombre, que escucha
todas las historias y hace ella misma la historia de la familia, con los
recuerdos de las mujeres, que se permitirá entregar al Señor del Tiempo. Esta
narradora indaga en la memoria de las mujeres precedentes para descubrir en
ellas, muchas veces con humor, la historia excluída y recuerda, además, su
propia infancia, aspectos ya visualizados en Las memorias de Mamá Blanca. Ahora
bien, esta narradora, hija de su época, se permite reinventar alguna historia,
en particular la de la romántica tía Malena del siglo XIX, quien se había
echado a morir por amor, acostándose por años en un diván. La narradora, como
lo hace la novela de Carmen Vincenti, despoja la historia de su sino trágico a
través de la imaginación y de nuevos imaginarios, posteriores a los del
romanticismo, como el que rodea a las vampiresas del cine:
A mí me gustaba imaginarme que así no habían sido las cosas
y que cuando a Malena le contradijeron sus amores hizo lo mismo que nuestra
prima María Josefina: se fue a París y se soltó el moño y fue la amante de
artistas muy célebres y de un conde ruso y tenía fama de ser una de las mujeres
más bellas, tanto como la Marie Duplesis y eso que era París (
)
Junto con Graciela montó un apartamento a todo lujo para
recibir a los caballeros de cinco a siete. Les servían el té y unas pastas
finísimas y una champaña de la mejor y era como un salón de los que tenían las
marquesas y condesas para recibir a intelectuales, poetas y músicos y hablar de
cultura y cosas así. Todo sale como en las películas, llega el general alemán
al hotel, un soldado le abre la puerta, choca los talones y enseguida entra el
general con el pelo muy planchado, su aspecto rudo y cruel contrasta con la
suavidad y delicadeza del salón donde ella lo recibe, decorado con sofás
tapizados en seda de colores tenues y cortinas vaporosas, y entonces él también
se dulcifica en el abrazo de la heroína y le rodea la cintura, mientras ella se
deja caer lentamente recostándose en él y se sirven una champaña antes de hacer
el amor. Creo que se lo vi a Marlene Dietrich. (p. 40).
Este proyecto de deconstrucción del romanticismo es llevado
más lejos por la segunda Ana Teresa en su Malena de cinco mundos (1995 y 2002).
Entre los diversos personajes cuyas vidas se constituyen en las reencarnaciones
anteriores de la protagonista, también llamada Malena, encontramos a esta tía
de El exilio del tiempo, reinventada: pasará del diván de la casa solariega de
Caracas, al diván del mismísimo Sigmund Freud, enferma de amor, elaborando un
alambicado discurso romántico, mostrando una histeria criolla, producto de las
múltiples lecturas románticas, como las que causaron en la joven María Eugenia
Alonso el bovarismo criollo.
Como puede verse en este breve panorama, que incluye a Ada
Pérez Guevara, Irma De Sola, Antonia Palacios, Laura Antillano, Michaelle
Ascencio, Carmen Vincenti y Ana Teresa Torres, un notable número de las
narradoras del siglo XX han encontrado en Ana Teresa Parra Sanojo o Teresa de
la Parra, un paradigma. No son las únicas. Hemos debido hacer una selección de
las más evidentes. Todas ellas han deconstruido las imágenes patriarcales de la
mujer en la literatura romántica, entronizada en tradiciones anteriores, a
través de la condescendencia, la burla, la ironía, la puesta en escena de las
contradicciones, la desmitificación, sin dejar de lado el reconocimiento a un
aprendizaje de las generaciones precedentes. En sus ficciones, han indagado en
los temas de la memoria de la infancia o de la memoria familiar para encontrar
otras formas de asumir la feminidad y han mostrado un hilo conductor que
establece una tradición –entre otras– en la narrativa femenina en Venezuela: de
Ana Teresa Parra Sanojo a Ana Teresa Torres, es decir, de Ana Teresa a Ana
Teresa.
Nota
1 Los conceptos de «mujer transgresora» y «mujer ancestral»
son trabajados por Liliana Mizrahi (1987). Muestra el conflicto de las mujeres
que han heredado una cultura patriarcal y reaccionan contra ella sin haberse
desprendido del todo de patrones que tienen componentes conscientes e inconscientes.
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