Imagen: Versión María Eugenia Parra
Conocida como Fru Fru, Ana Teresa Parra Sanojo (París, 1889;
Madrid, 1936), pisó tierras venezolanas en 1902. 22 años después obtuvo un
premio en París por la publicación de Ifigenia, una novela escrita a manera de
diario que plantea tanto el drama de una mujer que no puede expresar sus ideas
como algunos cuadros costumbristas que ilustran la Caracas de entonces. A
continuación una reflexión sobre las referencias al gomecismo en la obra de la
escritora venezolana
De Ifigenia, novela de Teresa de la Parra, se ha dicho,
desde su publicación en 1924, que es, ante todo, una confesión muy femenina.
«Libro mujer: atractivo, oscuro, turbador», apunta Arturo Úslar Pietri en
ensayo firmado en 1948. Pero, a nuestro modo de ver, Ifigenia es ficción dual,
donde el lector, si así lo desea, puede embelesarse, en primer término, con la
acicalada gracia de una trama femenina. Pero la historia de la joven caraqueña
que luego de una larga estadía de estudios en Europa regresa a su terruño, no
es accidente en el camino para que, también, podamos leer dentro de las páginas
encantadoras de esa primera novela que han leído Arturo Úslar Pietri y otros
ilustres intelectuales, otra segunda novela de atroz melancolía, situada al
fondo de los imaginativos ardides o ingeniosos escondites narrativos que usa la
escritora para testimoniar y denunciar en torno a la sociedad venezolana bajo
las garras del gomecismo. Más que un gobierno, el gomecismo algo así como un
animal enorme, colosal que se alimentó, largamente, del demudado silencio de
los otros.
En la astucia nativa, impar de la narradora, la denuncia es
un paradójico susurro, un beso de la muerte estampado con el más fino lápiz
labial de marca francesa del momento. El lápiz labial de la protagonista, la
joven Alonso y el profesional de la escritora son iguales y distintos,
rotundos, sesgados e intercambiables. Lápiz de dos cabezas para páginas
escritas a pleno sol respecto a muchos episodios graciosos en la vida de la
heroína. Y otras pergeñadas a la sombra de una fina ambigüedad en rededor de
gente que se puede considerar afecta al régimen gomecista. En fin, escritura
dispuesta con abierta jovialidad en Ifigenia, y no hay contradicción en ello,
cuando puertas adentro y en confianza, la joven Alonso hace algo así como el
inventario casi impaciente o cantarino, de acuerdo a estados de ánimo
variadísimos, de la casa de la abuela con ésta en el sillón de mimbre haciendo
un interminable, pero perfecto calado para un mantel de granité.
Para seguir con el inventario de los dos corredores, del
primer patio, del otro de los naranjos frente a la habitación, donde la
protagonista se encierra a escribir o a leer novelas, pero bajo llave como una
esposa de Barba Azul. Sin ahorrar detalles que son gemas donde brilla el fervor
por la vida, el salón con el sofá de damasco para las visitas de postín o ese
otro saloncito estratégico donde la joven Alonso se entera, oculta detrás de la
prudente maleza de una cortina, que algún autoritario y mal intencionado
familiar quiere disponer de su destino como si ella fuera carne matrimonial de
ocasión. Y esa escritura nada difuminada, pero donde el país se percibe como un
intriga lejana, enigmática y el gomecismo es la esperanza de una primera
modernidad para compatriotas que, sin mirar a quien, descubren en las
proximidades del poder facilidades, negocios de la riqueza petrolera.
Sarcasmo a medias
Nuestro conspicuo escritor Úslar Pietri, mira: «...la larga
y divagante confidencia de un alma profundamente femenina. Ve, habla, describe
y piensa, como nunca podía hacerlo un hombre». En fin, la compacta novela
escrita por una señorita. Al referirse a la autora ha expresado: «Era una
señorita: ese ser monstruosamente delicado y complejo. Esa flor del barroco».
Al contrario, en el subtítulo de la novela, «Diario de una señorita que
escribió porque se fastidiaba», y que da ocasión a la anterior aseveración de
Úslar Pietri, vemos tan sólo una coartada formal de la escritora frente al
terrible estado de cosas acerca de las que atestigua. Y es que para nosotros,
Teresa de la Parra, al unísono, escribe dos novelas, gemela una de la otra o de
gemelo destino, pero completamente discernibles.
Referirse en Ifigenia a una ficción «profundamente
femenina», única, no supuesta al despedazamiento de la interpretación diversa,
es ignorar la vasta novela política que se mueve, a la par, eficaz, sigilosa
pero muy crítica, en torno a un acre momento nacional. Sin que la joven Alonso,
la de la novela femenina por antonomasia, tenga que renunciar por ello a su
sedoso guardarropa parisino. El vaivén argumental de algunos de los personajes,
renovados por los chismes políticos que se oyen como desde un oído brumoso,
conforman en Ifigenia una novela menos parcial. Sin dejar de advertir que el
gracioso soliloquio de la protagonista es pieza variable y compleja. Excede o
va más allá de la suerte de la heroína.
La autora, por precaución, estilo o ambas cosas, envuelve el
irónico testimonio político sobre el gomecismo en el risueño y envolvente papel
celofán de una historia de amor. Desahogo verbal, también, de una muchacha
ilustrada, simulacro narrativo que encubre con bastante gracia la verdadera
trama de fondo, el sarcasmo final de unos seres desencantados de sí mismos y
sin atreverse a decir que, asimismo, desencantados del país porque sería echar
por la borda muchos intereses en juego. En todo caso novela rosa algo compleja
con una protagonista que, en demasiadas páginas, clama por la sed de libertad y
una vocación primorosa para su inteligencia. Al final del libro, la joven
Alonso al traicionar la alegría de sus sueños (no hará su vida con el hombre
que ama sino con otro bastante desagradable y de talante espeso), parece
inmolarse en aras del qué dirán y del cálculo social. Añagazas menores de
Teresa de la Parra para que la secuela de humillaciones que deja el terror del
régimen en los otros personajes estalle en su prosa de muchacha educada, tan
solo, como un chisme furtivo y algo remoto. Y razón para que nuestro gran
ensayista Mariano Picón Salas comentara en torno a «la adolescente malicia» de
la autora y Úslar Pietri asegure que la escritora «se fastidia y murmura. Teje
su propia vida, los rostros que la rodean y la circunstancia en un fino tapiz
de maledicencia. Este ha sido siempre un gran arte de la criolla». La
murmuración, cotilleo de un decir subalterno, desgaste pasajero y viperino.
Desde luego pensamos que Teresa de la Parra hace algo más serio y profundo que
murmurar. O, en todo caso, su crítica penetrante de la sociedad gomecista toma
algunas lentejuelas de un traje de fiesta de la protagonista de su novela,
María Eugenia Alonso y, por momentos, esa crítica semeja, disfrazarse,
evanescente, de pequeña malicia femenina.
En Ifigenia, la maniobra de un sarcasmo a medias, posterior
a la primera rebeldía inteligente de una muchacha frente a un medio de enormes
soslayamientos, no alude, tarea imposible, a la enorme monumentalidad
silenciadora del gomecismo, sí a los que obtienen prebendas del régimen. La
novelista para nada hace mención de la violencia de las cárceles gomecistas.
Esa será la misión de otros escritores. Teresa de la Parra muestra, al
principio, la indignación de la heroína frente al despojamiento que el tío
Eduardo Aguirre ha hecho de su fortuna. Pero en cuanto a violencias sólo dibuja
las muy interiores de la tía Clara o de Mercedes Galindo y las de casero
padecimiento de la protagonista.
En Ifigenia el gomecismo es juego de lejanías, rumores de la
fortuna política de algunos personajes expresados por la autora con solapado
acento en páginas distanciadas unas de las otras. Todos los personajes, no sólo
María Eugenia Alonso, con su historia de amor triste, son unos perdedores. Más
de uno ha abandonado el corazón en la cuneta a fin de tener dinero, poder,
figuración o son seres con poca envergadura para concluir un proyecto
intelectual. Siempre que pueden salen en estampida de Venezuela. No lo dicen
abiertamente. Pero para esos compatriotas, fuera de las Legaciones que consiguen
en el exterior o los negocios que hacen para enriquecerse, gobierno de por
medio, el país es el mismísimo demonio.
Teresa de la Parra evidencia una nueva realidad que ella
expresa siempre con el lápiz a media luz. Gracias, precisamente, a las facilidades
de enriquecimiento rápido que las relaciones con el gobierno y un subsuelo rico
en petróleo empiezan a proporcionar, los venezolanos acaso se hacen menos
escépticos o errantes. En el escepticismo del tío Pancho, por ejemplo, se
advierte una última ironía disidente. Cuando no escépticos, han sido
resignados, con rutina y acentuada importancia hacia la vida chiquita como es
el caso de la tía Clara. Los de la nueva fortuna petrolera pueden tener
talento, ser finos, cultivados, pero, finalmente, egoístas, conseguidores como
Gabriel Olmedo. O ampulosos, vulgares hombres del régimen como el doctor César
Leal. En la pechera cuajada de rubíes del antipático doctor Leal, en su Packard
imponente, en el solitario que lleva entre los dedos como un tercer ojo, en sus
discursos altisonantes y de mal gusto, Teresa de la Parra anticipa
magistralmente el país petrolero de los años por venir en su insolente
vertiente de nuevo riquismo.
Senderos de la insinuación
Ramón Díaz Sánchez, considerado una pluma más modesta que la
de Picón Salas o la de Úslar Pietri y sin embargo, autor entre otros libros de
la hermosa novela Cumboto, posiblemente, da en el clavo más que ningún otro
autor venezolano cuando afirma en su libro Teresa de la Parra, clave para una
interpretación (Caracas, Ediciones Garrido, 1954): «En su tiempo no fueron
muchos, aquí, los que calaron el símbolo de este libro; en el nuestro su número
ha aumentado aunque no lo bastante como para que el espíritu de la escritora y
el de su bella Caracas puedan considerarse substancialmente reinvindicados».
¿Y, acaso, podía ser solo símbolo perturbadora y
delicadamente femenino como nos hicieron ver tantos comentarios? «Ifigenia,
novela esencialmente femenina, insinúa mucho más de lo que dice, y estos
senderos de la insinuación, no se ven, se sienten y presienten como los
diversos estados de ánimo a través de los versos de un poeta», confiesa la
misma Teresa de la Parra en artículo fechado en París en 1926. Estos «senderos
de la insinuación» llevan a corroborar que en la novela de Teresa de la Parra
no hay solo una jovial autobiografía juvenil de la autora. En Ifigenia hay dos
autobiografías: la de la novela cumplidamente femenina y la de la reveladora y
brillante novela política. El libro, visto como el romántico libro escrito por
una mujer desmenuza en la historia de la joven Alonso un parangón biográfico
con la veinteañera Teresa de la Parra que llega de Europa. Es más: está muy
claro que la cautivadora Mercedes Galindo, personaje clave de Ifigenia, es
mucho lo que tiene que ver con Emilia Ibarra, entrañable amiga de la escritora.
Pero en Ifigenia puede leerse otra autobiografía de la
autora, pública, política, y que encarnada en el personaje Gabriel Olmedo,
concita menos simpatía que la de la joven Alonso. Pero, pregona o prefigura
comportamientos externos de la escritora. Muy estudiado y distinguido, pero sin
fortuna personal, Gabriel Olmedo regresa de Europa después de haber escrito un
libro del cual no se tercia más: asunto muy nuestro. Por años, en Venezuela,
nos hemos dado a comentar libros que nadie ha escrito y escritores huérfanos de
páginas. Pero, volviendo al personaje Olmedo, en la intriga del «Diario de una
señorita que escribió porque se fastidiaba», el caballero de marras careciendo
de fortuna personal aspira una Legación en Europa o a hacer negocios con el
gobierno. Destino paralelo o casi paralelo al de Teresa de la Parra, la cual sí
ha escrito un libro y, a semejanza de Olmedo, es probable que quiera también
salir de la pobreza e irse para Europa.
El personaje de Ifigenia, Olmedo, logra llevar a cabo sus
ambiciones en la aproximación a Monasterios, poderoso Ministro del gobierno y
en el matrimonio, seguramente no deseado, con la hija poco atractiva, algo
obesa del Ministro. Y pese a que en Ifigenia, tampoco es cosa de arduos
detectives descubrir, la fría displicencia de la autora hacia personajes que
por sus vínculos con el gobierno, obtienen una serie de ventajas personales y
materiales, Teresa de la Parra, aparte de cuyo notable talento narrativo debía
merecer un justo premio, la gratificación de un estado que, además, empezaba a
obtener los frutos de la novedosa industria petrolera, al dar fin a Ifigenia
escribe una larga carta al general Gómez bastante adulatoria que, a bien
seguro, no tiene otra intención que el logro de una pensión que permita
llevarla a vivir, con alguna comodidad, fuera de ese desierto que para una
mujer de su extraordinaria vivacidad intelectual era la Venezuela de los años
20.
En suma, María Eugenia Alonso le había prestado a Teresa de
la Parra, entre otras cosas, una jovialidad atrevida, la crítica constante para
enumerar algunos pecados y pecadores codiciosos del gomecismo. Gabriel Olmedo,
en cambio, exquisito, encantador pero, asimismo, convencido como la escritora
de los beneficios de la paz gomecista y de que la libertad en Venezuela se
confundía con una natal anarquía, empuja, quizás, la mano de la novelista que
halagó al General Gómez en una larga carta melindrosa. Misiva en la que ella
parecía desdecirse de esas páginas maravillosas que incluían el retrato del doctor
César Leal, alto funcionario del régimen. Pero muy irónica manera de capear el
furioso temporal de una dictadora, Teresa de la Parra nos hace adversar al
doctor Leal, acertijo de novela de amor, sobre todo, como novio temible de la
protagonista.
Novela que consta de dos anillos, uno refulge en muchos
momentos con la luz diamantina del diario sonriente de una muchacha y una
historia de amor incompleta. El otro es un anillo liso, sin adorno de piedra
refulgente, se mueve, locuazmente, sin embargo, de un dedo a otro de la mano
con arista de aguja pensativa para expresar el chisme severo y sarcástico de
una novela política bastante completa. Sumario doméstico intercalado con datos
distantes que no lo son. La escritora expresa todo esto último, sin levantar la
voz, sin dejar de jugar al amor perdido y al mayor de los silencios. No hay
acusaciones para nadie en particular, es decir al tirano de turno, pero en
Ifigenia, Teresa de la Parra dice lo que tiene que decir con pluma osada y nada
anecdótica.